sábado, 30 de agosto de 2014

Rosauro

Edgardo Malaver



23 de julio
            Hoy estuve en Altagracia. Ya había comentado antes que pueden fastidiarme estas ceremonias. Tiene que pasar algo extraordinario —ah, sí, claro, algo extraordinario, que se cumpla el propósito de la educación, ¿qué más pide uno?— para que, después de llegar a casa no me arrepienta de haber aceptado ir a presenciar cómo siempre vamos para atrás. Todos juntos, ni siquiera son unos cuantos entre miles, somos todos, y todos juntos y en comparsa.
            Acepté ir esta vez porque Héctor Rojas, que fue mi alumno, no podía contener más la energía de su entusiasmo, y porque Felipe Rosas, que fue mi compañero de bachillerato, lo apoyaba con esa parquedad desabrida de Felipe que a veces parece indiferencia, pero que en el fondo es una columna que sostiene a los que confían en él. Sólo les pedí que no me hicieran esperar demasiado, que no me dejaran una hora, dos, tres, sentado frente a la gente, como si fuera yo un viejo venerable al que sólo se puede exhibir porque es demasiado sabio para conversar con él. Les pedí que abreviaran la ceremonia, pero que, más que eso, la aprovecharan como una oportunidad didáctica para que los niños no se fueran de la escuela sin haber aprendido algo. “Si eres capaz de atraer su atención a pesar del ruido, de las ganas de jugar, del deseo de portarse mal sólo porque sus padres están presentes, ya eres maestro”, repitió Héctor, como quien repite en salmo.
            —No te puedes quejar, compañero—intervino Felipe, sacándose la pipa de la boca—. El muchacho te cita de memoria.
            —Gracias al Señor, ya no es un muchacho.
            Acepté, entonces, para no decepcionar a Héctor y para no hacerle un desaire a Felipe, que es el director de la escuela.
            Esta mañana, después de desayunar, me di cuenta de que no había escrito el discurso. Por más sencillo que fuera a ser el acto, no podía ser yo, que había pedido que lo fuera, el que desentonara. Me tardé poco más de una hora en escribir tres cuartillas y llamé a María Lucía para que viniera en la tarde a llevarme a Altagracia. Como a las tres, me llamó para decirme que no podía venir pero que me enviaba a su yerno para que me llevara. El muchacho se llamaba Andrés. Conducía muy bien. Llegamos en poco tiempo, o así me pareció a mí, porque Andrés resultó ser el mejor conversador que he conocido en veinte años, de modo que el viaje fue placentero.
            En la escuela de Altagracia, que lleva el honroso nombre de José Cortés de Madariaga —y lo tienen escrito un rótulo hermoso de aquellos de los tiempos de Pérez Jiménez, pulido hoy y adornado con flores blancas y rojas para la promoción—, me tropecé primero con un portero que me reconoció y quiso que yo hablara con el gobernador para interceder por un hijo suyo que no encuentra empleo. Anoté su nombre y el de su hijo, pero le dije que no podía prometerle nada.
            Unos pasos más adelante, estaban unas muchachas jóvenes, que no hacían más que reírse, con lo cual sospeché que eran maestras recién salidas de un horno. Cerca de la oficina de Felipe, la primera a la izquierda, un grupo de niños vestidos de pulcros pantalones azules y esplendorosas camisas blancas hacían algo como ensayar una obra de teatro. Como había llegado temprano, decidí sentarme a mirarlos, tratando de no perturbarlos, hasta que alguien me reconociera y le avisara a Felipe.
            Uno de los niños pareció molestarse con los demás porque éstos no respetaban estrictamente el orden de los parlamentos. Se sentó junto a mí, con el libreto entre manos. Le pregunté qué obra iban a representar y me contesto orgulloso:
            —La esquina del miedo.
            —Ah, Rengifo —dije yo.

            —Sí. Pero ellos no se lo han aprendido y dicen lo que les parece, se saltan unas partes, y luego no se entiende lo que pasa en la obra.

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