martes, 28 de julio de 2020

Juanita







Juana Evangelista LÁREZ MORENO

Juan Griego, 16 may. 1921 / Juan Griego, 21 sep. 2008

Sexta hija de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)

y Francisca Josefa MORENO (1891-1966)




Esta mujer no fue nunca a la escuela, pero era una incansable promotora de la educación. ¡A cuántos de nosotros nos dijo durante su vida: “No dejes de estudiar, mijo, que eso es lo único que te vas a llevar a la tumba”! Cuando yo estaba en bachillerato, si mis hermanos y yo estábamos estudiando, éramos intocables para ella, lo hacía todo con tal de no interrumpirnos.

Ella fue mi representante durante mi primer año en el liceo. De eso, sólo no me agradaba que se la llevaba bien con mi profesor-guía, que era un dictador. Ella me llevó también a Caracas cuando tuve que inscribirme en la universidad. Y ahora, cada vez que paso frente al Aula Magna, la veo parada junto a los jardines, esperando con la paciencia de un santo que yo terminara de inscribirme. Después de eso, aunque yo iba a estudiar Idiomas, me llevó a la Facultad de Medicina para que viera donde había estudiado Miguel Rafael.

Una mañana estaba yo en el parque de mi preescolar y de repente, no sé cómo, miré para la izquierda y vi que ella venía del mercado. Yo miré a mi maestra, que estaba junto a mí, y me hizo señal de que podía ir a saludarla. Corrí a la cerca y ella se detuvo y puso la bolsa en el suelo y me dio una mandarina. Cuidadosa de que pudieran llamarme la atención, me pidió que regresara con los demás niños y me aconsejó que le preguntara a la maestra si podía comerme la mandarina antes del almuerzo. Yo recuerdo mil historias de mi vida en la escuela y mil historias con esta mujer, pero ese es el recuerdo más tierno que tengo, porque aquella mañana fue como un milagro para mí: por lo menos ese día, yo era el único niño cuya abuela había pasado por el parque de la escuela… ¡y le había regalado una mandarina!

Esta foto es particular porque en ella tiene todos los cabellos negros. Tiene la misma mirada de siempre, y sus labios por instantes parecen tristes, por instantes casi sonríen. La veo con ese vestido sin mangas, con el pelo casi por los hombros, juvenilmente delgada, y la imagino caminando por la calle La Marina, saludando a la gente, respirando el olor del mar y sueño que si, haciendo un viaje en el tiempo, me apareciera en su camino, con aquella mandarina en la mano, ella me reconocería y me abrazaría.

Y entonces le doy gracias a Dios por su existencia.



lunes, 20 de julio de 2020

Andrés









Andrés Gumersindo LÁREZ MORENO
(Juan Griego, 13 ene. 1913 / Maracay, 18 may. 1986)
Segundo hijo de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)
y Francisca Josefa MORENO (1891-1966)




        ¿Qué sentido puede tener tomarle una foto a un grupo de 20 personas, casi todos niños, apenas vestidos, de rostros tristes y hambrientos, sin zapatos, apiñados entre ellos y apoyados contra la pared de una casa vieja de un pueblo pequeñito? Yo comencé a comprenderlo cuando descubrí esta foto.
        En ella aparecen tres adultos y 17 niños que juntan las manos como quien ora, y eso nos hacer percatarnos de que en medio de ellos un hombre joven vestido de sotana y bonete, con barba pintada con betún, mira también la cámara con semblante de mucha seriedad. Es mi tío Andresito (o Chindo), hermano mayor de mi abuela.
        ¿Chindo Lárez era cura? No, pero era amigo del famoso Padre Manuel Montaner, también de Juan Griego, que como consecuencia de su firme posición contraria a los gobiernos militares de los años 30 y 40, fue expulsado de Margarita. Para protestar contra esta expulsión, mi tío se disfrazó de sacerdote y recorrió las calles de Juan Griego, rodeado de jovenes y niños, haciendo creer a muchos que había llegado el sustituto de Montaner. Desde pequeño oí en mi casa contar que el espurio cura incluso repartió la comunión poniendo en la boca de sus “feligreses” hostias de casabe, naturalmente sin consagrar. Ese mismo día fue arrestado por aquella “travesura”, acusado de sacrílego y de abusar de la fe del pueblo, por lo cual estuvo un tiempo en un calabozo de La Asunción.
        Cuando ya era bastante mayor, mi tío vivió unos meses en mi casa de Tari Tari, donde mi abuela lo atendía con un espero que parecía devoción. Para mí representaba un misterio su silla de ruedas, su brazo inmóvil y su voz apagada, a veces incomprensible. Sus ojos lagrimeaban casi todo el tiempo, sobre todo cuando hablaba de sus padres, de Acción Democrática o de la época en que trabajaba en Maracay y tenía dinero. Un día vino Columba Lira, su esposa, a buscarlo y se mudaron cerca. Mi abuela siempre me mandaba a llevarle frutas a su casa.
        En marzo de 1981, al llegar al velatorio de mi tío Francisco, lo vi llegar en su silla de ruedas, ahora con una razón más para estar triste. Muchas personas lo saludaban con respeto y le abrían paso. Rato después, una vez que se vio rodeado de viejos amigos, le dijo, llorando, a uno de ellos: “¡Quién hubiera creído que Francisco se iba a morir antes que yo!”.
        Después de ese día no volví a verlo más.



lunes, 13 de julio de 2020

Antonia






Antonia María LÁREZ
(Juan Griego, 17 ene. 1943)
Segunda hija de María Albina LÁREZ MORENO (1915-88)


        Cuando yo tenía 12 años, mi abuela, Juanita Lárez, se empeñó en que la acompañara a Cabimas. Aunque nos fue bien, a partir de ese viaje no quiero nada con los autobuses. En Cabimas, ciertamente, me sentí como en mi casa. Era bella y grande y todos me trataron como a un príncipe. Aquella era la casa de mi prima Antonia, hija de mi tía María, hermana de mi abuela.
        Yo recordaba a Antonia de una vez que fue a Margarita con su marido y sus hijas, Lisbeth y Maité. Ella se acostaba tarde porque conversaba mucho con mi abuela, y en la noche del lunes en que llegaron la entrevista de Marcel Granier en Primer Plano parecía estar tan interesante que ella se quedaba mirando la pantalla como si un mago la estuviera hipnotizando. Por nada del mundo se me ocurría a mí hacer ni un mínimo ruido, no me fueran a mandar a la cama, pero en los comerciales, las dos conversaban, como si argumentaran en un juicio, acerca del contenido de la entrevista. La sensación que recuerdo es que había habido un engaño, un acto de corrupción y que el entrevistado lo estaba develando. O Granier, no sé. Para mí era impresionante que Antonia pareciera conocer el asunto tanto como aquellos señores tan bien peinados que hablaban en la televisión.
        Y en aquel único viaje que he hecho a Cabimas, yo sentía algo así como que no hablaba el mismo idioma sagrado que Antonia porque en mi imaginación ella era como un personaje de la televisión, una persona que sabía mucho de las noticias, de la política y de todos esos temas importantísimos que a los niños no nos interesan y nos aburren. Pero una tarde Antonia recibió una llamada, y salió al patio, donde se sentaban mi tía María y mi abuela, y dijo: “Tengo que ir para Maracaibo”. Mi tía debe haber dicho que era tarde para ir sola, y yo pensé: “Ay, yo podría ir con ella, estoy como aburrido”. Y Antonia, después de echarle mano a su cartera, pasó junto a mí dirigiéndose al carro y me preguntó: “¿Quieres ir?”. ¡Me leyó el pensamiento!
        A no ser por el cariño con que me trató todo el tiempo, no recuerdo nada de aquel recorrido, que también fue largo; ni siquiera recuerdo la “emoción tan grande” que según la música popular zuliana causa “pasar el puente” sobre el lago. Quién sabe si me dormí o si aturdí a la pobre Antonia con preguntas o comentarios tontos, pero en aquella época era yo más aburrido que ahora, así que ella debe haberse arrepentido de llevarme.
        Sea cuál sea la verdad, cuando encontré esta foto en casa de mi tía Teresa, unos años después, reconocí en primer lugar a mi prima sabia. “¡¿Esta es la boda de Antonia, tía?!”. Y después vino la sorpresa al reconocer la juventud de los demás personajes: Elizabeth, su hermana, la divertida Pelona, primera de la izquierda; mi tío Marquito, el cuarto de izquierda a derecha; Antonia, vestida de novia; Etanislao, o Teny, el novio; mi tía María, idéntica a las demás fotos de ella que había visto, y las demás personas debían ser de la familia de Teny.
        Es sin duda una foto memorable. Antonia y Etanislao se casaron por la Iglesia el 18 de marzo de 1967; tres meses antes lo habían hecho por la ley. Tuvieron dos hijas y, hasta ahora, dos nietos y dos bisnietos. Cincuenta y tres años más tarde, viuda, de pie aún en aquella bella casa, gracias a Dios sigue teniendo las antenas bien puestas y yo sigo pensando en ella como un ejemplo de inteligencia.




lunes, 6 de julio de 2020

Miguel y Mireya






Mireya del Valle CAMPOS LÁREZ
(Caracas, 24 feb. 1953 / Caracas, 9 oct. 1989)
Quinta hija de Edith Josefa LÁREZ MORENO (1919-92)

Miguel Rafael DELPINO LÁREZ
(Juan Griego, 16 oct. 1951 / Caracas, 13 mar. 1984)
Hijo mayor de Teresa de Jesús LÁREZ MORENO (1929-2019)




        Este es el jardín de mi casa de Tari Tari, el jardín de mi abuela. Recuerdo bien estas matas y estas flores. Parece que yo no había nacido cuando se tomó esta foto, pero en el 2013, cuando la familia cumplió 50 años en esta casa, convencí a varios de nosotros de posar para mi cámara, en esta posición, en esa misma puerta.
        Durante mucho tiempo pensé que la muchacha que aparece en la imagen era mi tía Ibelis, hasta que un día ella misma la miró fijamente y concluyó: “No, esa es Mireya”. Cuánto cariño le tenía yo a Mireya, aunque apenas la vi cinco o seis veces en la vida. Su voz era tan tierna, su sonrisa tan alegre, su mirada tan inocente.
        Una vez, cuando aún estaba aprendiendo a manejar, nos llevó a mi abuela y a mí a su apartamento de Ocumare de la Costa. Todo el tiempo estuvo anunciando que al llegar nos prepararía un jugo de naranja, zanahoria y remolacha —nada más coherente con la decoración de su casa, en la que casi todo era blanco o anaranjado... o blanco y anaranjado—. Yo, cruelmente, le dejé casi todo el jugo en el vaso.
        Poco después, embarazada de su segundo hijo, sintió un dolor en el vientre. Corrieron todos al hospital, donde interpretaron que se le había adelantado el parto y la obligaron a parir. Por fortuna, el niño nació bien, pero ella no soportó el esfuerzo de dar a luz al mismo tiempo que la atormentaba el dolor de una apendicitis.
        El muchacho es Miguel Rafael, mi padrino. Su voz de tenor resuena en mi memoria cada vez que entro en su casa de Laguna Honda. No sé si recuerdo a Miguel antes de que comprara aquel carrito azul que mimaba más que a Rosario, su novia. Un día en que estuvo en mi casa, vino a recogernos en él su padre, mi tío Miguel Delpino; mi abuela, Miguel Rafael y yo nos sentamos en el asiento trasero. Mi abuela le comentó que era extraño verlo en otro asiento que el del piloto y él respondió: “No le pares bola a esa vaina, Juanita Lárez, que la gente importante va en el asiento de atrás”.
        También era un jocoso creador de términos nuevos, generalmente obscenos; quizá el más conocido de ellos era darle a alguien su par de medias suelas, que significaba disfrutar con alguien relaciones sexuales.
        Hasta mis 15 años, el ideal de cena navideña era la que preparaba Miguel para todos cada diciembre junto con Rosario y mi tía Teresa. Aquella mesa larga y de muchas sillas, llena de comida y de postres, no he vuelto a verla en ninguna parte.
        En marzo de 1984, era tan joven como Mireya, pero una noche, en su casa de Caracas, a unas cuadras de la de ella, ocurrió un accidente catastrófico en su cerebro. El golpe interior lo tumbó al piso y de ahí no se levantó nunca más.