lunes, 1 de abril de 2013

Desahuciado

Hoy comienza el cuarto mes de este décimo tercer año del complicado vigésimo primer siglo después de Cristo. (No me lo proponía, pero siento que con solo poner la fecha, ya estoy construyendo un cuento larguísimo... como el tercer mes, que tardó en irse porque se cargó de muchas historias.) Para este tiempo que no sabe cuándo ha de terminar, una historia que se detiene antes del final. 




Desahuciado

Edgardo Malaver Lárez

            No todo tiene que ser una alegoría. El viejo Pastorini se dio cuenta ya al final, cuando no le quedaban tiempo ni energía para aclarárselo a sus detractores, ni siquiera a sus discípulos. Nada en su mundo abandonado de la belleza le permitía levantar la voz ni condensar sílabas que dibujaran la florida devastación a la que había arribado su espíritu en aquel triste hospital de su olvidado pueblo natal.
            “El ser, entonces, no es una imagen de otra cosa que se metaforizaba en la tierra, en la vida de este ser bípedo en que el azar nos había convertido”, se dijo cuando su hija lo ayudaba a bajar las escaleras del hospital.
            Y era la existencia del azar, su despiadada justicia y su benévola  crueldad, la que lo convencía con más contundencia de que sí existía la existencia, sin poros por los que se colaran los líquidos aromosos de “lo otro”.
            “Lo otro...”, pensó asegurándose el cinturón de seguridad, ya en el taxi. “¿De dónde saqué semejante idea?, qué extraña. Lo otro está aquí”.
            Su verdadero “referente existencial”, su verdadera “idea-imagen” de una existencia verdadera, la que “estaba en otra parte”, se convertía ahora en su verdadera alegoría: ahora lo sabía y no podía decirlo. Tal como teorizaba antes sobre el “atrapamiento” en que bullía la vida “otra” en el “otro lado” de “lo verdad”, ahora se sentía él mismo expulsado —y también renegado— de esa creación suya que —descubría repentinamente con toda la luz que nunca tuvo— ya no lo reconocía como autor; aparecía ante él que había estado atrapado en su propia alegoría, que era él mismo, y se vio incapaz de mover un dedo, ni una idea siquiera, para intentar salir de ella antes de volver a su lugar de origen: el “espacio de la nada”. Ya no vivía en él.
            Allemanski, Romanin, hasta Ixter y Johnson, que nunca fueron tan groseramente venenosos con su obra, todos iban a reírse de él sin saber verdaderamente por qué, sin haber encontrado la luz que él acabada de tropezarse. Ese era su consuelo. No todo tiene que ser una alegoría, se decía constantemente al ver pasar los árboles de las calles; se lo dijo otra vez al pasar frente a la casa de Guilhermi, al esperar que atravesara la calle un grupo de niños en la esquina de la prefectura, y unos segundos más tarde, al detenerse frente a su casa.
            Al poner la cabeza sobre la almohada, se percató de la vanidad de su empeño: intentando descubrir la que la nada había construido sobre el barro del hombre, entendía que la alegoría era él mismo —aunque, al mismo tiempo y felizmente, no lo era tampoco—. De ese error, como había intuido en la juventud, escribiendo apenas la introducción misma de su primera obra, “ya no tenía escapatoria” y no la buscaría.
            Solo en ese momento, por fin con un sutil asomo de brillo en los ojos, con una levísima curvatura en las comisuras, se convenció de que debía dormir.

El Archifonema 12, Caracas, noviembre del 2011, pág. 8