lunes, 31 de agosto de 2020

María



 



María Albina LÁREZ MORENO

(Juan Griego, 10 abr. 1915 / Cabimas, 17 ago. 1988

Tercera hija de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)

y Francisca Josefa MORENO (1891-1966)

 

        Tengo varias fotos de mi tía María. Elegí esta porque en esta está con Maité, y Maité parece ser la más absorbente respecto a las historias que mi tía debe haber pasado la vida contándoles a sus nietos... como me sucede a mí con las historias que se pasó la vida contando mi abuela Juanita. Lo que no conservo en mucha cantidad es recuerdos de mi tía María. Sólo la recuerdo de aquella vez que fui a Cabimas, a los 12 años; algunos instantes, brevísimos; no recuerdo haberla visto nunca en Margarita.

        Aquella mañana, tempranísimo, siempre sentada, ella conversaba y conversaba con mi abuela en la casa de Elizabeth y yo escuchaba y escuchaba. Me atraía la palanca del mecanismo para cerrar la ventana de la cocina, que no creía haber visto antes, y me llamaba la atención el espacio lleno de árboles del otro lado de la calle; pensaba que quería caminar por entre aquellos árboles. Y entonces, entre comentario y comentario, de repente, mi tía preguntó por mí. Y dijo que estaba muy callado. “¿Siempre es así?”, le preguntó a mi abuela. “Sí, él es así”. Ahora mismo estoy recordando que pensé que en todo el Zulia no conocía yo a nadie y que no había tenido oportunidad de intervenir en aquella conversación, que, además, pertenecía a dos conversadoras con cincuenta años más de entrenamiento que yo. En algún momento mi tía me dijo, como para conocer mi voz: “Di algo, mijo”. Y yo pasé unos tres segundos pensando qué decir. Y dije: “Algo”. Y ella se deshizo en carcajadas y pasó como un cuarto de hora riéndose y repitiendo: “Di algo. Algo”. Y si llegó alguien a la casa en el resto del día, se lo contó y a cada rato volvía a hacerle gracia y volvía a reírse.

        Por lo que yo oía decir a mi abuela como hermana, pero también lo que le oía a Omaira como hija, y lo que oigo decir sobre todo a Maité y a Marieliza como nietas, a Marialba como bisnieta y otros que hablan de ella, algo dentro de mí me dice que la conocí siempre, que seguramente la habría podido tratar como a mi propia abuela y que, de visitarla con más frecuencia, sentados los dos juntos en el porche de Antonia o en la cocina de Elizabeth, nos habríamos querido mucho y nos habríamos reído un mundo y parte de otro.

 


martes, 25 de agosto de 2020

Juan Griego






Juan Griego
Alrededor de 1545

        Esta es la foto más antigua de Juan Griego que tengo. Es de 1897, de modo que si fue tomada antes de noviembre, Andrés Avelino Lárez tiene diez años de edad, y si fue antes de septiembre, Francisca Josefa Moreno tiene apenas cinco. Nueva Esparta pertenece al histórico Gran Estado Miranda, junto con Aragua, Guárico, el propio Miranda y el departamento Vargas. Cipriano Castro aún no ha llegado al poder, pero ya lo está cavilando, y la lejana Maracaibo, desde hace casi una década, es la única ciudad que disfruta del servicio de electricidad en los Estados Unidos de Venezuela.
        Aunque parezca otra, esta es la mismísima iglesia de san Juan Evangelista en que muchos de nosotros han sido bautizados y hemos bautizado a nuestros hijos. Las diferencias en la fachada se deben a una remodelación que se emprendió cuando finalmente, una vez llegado el siglo XX, se pudieron reiniciar los trabajos para concluir las dos torres. Las personas que se aglomeran frente al templo parecen haber asistido a la misa en un domingo de mucho sol. Todos visten ropas sencillas, y el terreno es árido, sólo hay dos arbustos, uno de ellos ha perdido todas las hojas. Por la derecha, pintada de blanco, está la casa donde en 1916 va a nacer Modesta Bor.
        Juan Griego no tiene partida de nacimiento, es decir, no vino un conquistador a decir, como en el caso de las ciudades grandes: “Proclamo en el día de hoy, en nombre de Dios y del rey, que en adelante esta orilla de playa se llamará...”. No se sabe en qué día comenzó a formarse porque se presume que Juan Griego se formó a partir de una sola persona que decidió hacer un rancho —o quién sabe si una casa grande— en algún punto de la bahía... y nadie se lo impidió.
        Esta persona se llamaba, precisamente, Juan Griego: su nombre era Juan y su apellido era Griego. Había llegado a Margarita con dos hermanos y se ganaban la vida de una manera más bien indigna y reprochable, pero, con la excepción de Bartolomé de las Casas, en esa época eso era lo que hacía todo el que ponía el pie en América. Juan, Antonio y Fernando Griego, hijos de Alonso e Inés, sevillanos, traficaban con esclavos negros e indios. Los traían y llevaban a Santo Domingo, y los llevaban y traían a Margarita según hiciera falta. A Juan, que según el Archivo General de Indias salió de su ciudad natal en 1539, parece haberle gustado la arena y la luz de la bahía y se estableció ahí. Siendo traficante de esclavos, debe haber hecho dinero, y por tanto debe haber tenido servidumbre. No se sabe si tuvo descendientes, pero si los tuvo, que es lo más probable, deben haberse apropiado terrenos a lo largo de la playa y tierra adentro. Y deben haber heredado también sus esclavos y barcos negreros. Los sirvientes libres de Griego deben haberse construido también humildes viviendas cerca de la casa del amo. Y al morir él, todos ellos y sus descendientes deben haberse quedado en la bahía.
        Y así, creciendo muy lentamente, deben haber pasado cien años, doscientos. Y entonces construyeron un par de calles. Y una plaza. Y un muelle, que en 1816 estaba ahí para recibir a Simón Bolívar, que venía de Haití. Y un fuerte militar. Y mucho más tarde, en 1863, la iglesia. Y después, el edificio del Concejo Municipal. Y al contrario de lo que pasa en las ciudades normales, ninguno de ellos está alrededor de la plaza, que no se llama Bolívar sino Arismendi.
        En este Juan Griego, silencioso y asaetado por el sol, crecieron el Mestro y Chica. Quién sabe si entre los niños y adultos que esta mañana posan para el fotógrafo estén ellos, quién sabe si ya se conocen o si ese niño que se apoya en el árbol es él. Probablemente se casaron en esta iglesia y bajo este sol tuvieron a sus hijos, tantos hijos como las arenas de la playa, que somos nosotros.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Facunda







Facunda Bautista LÁREZ MORENO
(Juan Griego, 24 jun. 1917 / Juan Griego, 7 sep. 1998)
Cuarta hija de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)
y Francisca Josefa MORENO (1891-1966)


        Mi tía Facunda nació el día de san Juan, el que bautizó a Cristo, y fue enterrada el día de la Virgen del Valle, su madre. Si se hubiera dado cuenta de eso, habría comentado: “Dios es el hombre más inteligente del mundo”. La historia de mi tía se puede escribir entrecomillando una tras otra los cientos de frases singulares que decía todos los días. Nada tiene de extraño, porque su nombre significa, precisamente, ‘fácil y desenvuelto en el hablar’.
        En esta foto, aún no es demasiado mayor, está lúcida y conserva su alegría. No sé quién es el bebé, pero aquí se la ve, gracias a Dios, rotundamente sonriente frente un aspecto de la vida que nunca le sonrió: el de la maternidad. Mil veces la oí, en esta misma casa, contar de su viaje “a Demerara, la Guayana Inglesa” para probar tratamientos que le permitieran tener hijos —todos infructuosos—. El hospital, las enfermeras, lo que comía y bebía, los árboles, la luz, los carros, todo lo describía. A veces, cuando comprendía que era un asunto serio, yo sólo hacía alguna pregunta.
        La primera vez que ella se tomó en serio mis bromas fue cuando yo estaba como en quinto grado. Llegué con mi mamá a su casa del final de la calle La Marina, y ella, siguiendo la costumbre de su niñez, me hizo la señal de la cruz y me extendió la mano para que se la besara. Yo recordaba haberlo hecho antes, pero esa vez pensé en hacerle una travesura nueva: me incliné para besarle la mano, pero en lugar de los labios, le puse los dientes. Ella retiró la mano rápidamente y, con los ojos desorbitados, me acusó con mi mamá, mientras yo me reía.
        Cuando tuve la edad en que, según ella, uno podía tomar café, me permitió ir a su cocina y servírmelo yo mismo, pero pronto comencé yo a provocarla sentándome junto a ella en su jardín, taza en mano, revolviendo el café con un lápiz. Entonces iniciaba su retahíla de consejos: “Estás jugando con la leche del chivo, Agardo, mira que esa vaina que le ponen a los lápices para escribir es veneno”.
        Cuando murió Alejandro, su esposo, cuya vida contaba todos los días de cabo a rabo, nada volvió a ser lo mismo para ella. El mundo se le volvió espinoso, y yo me hice más y más fastidioso para su ojo de abuela sin nietos. “Córtate el pelo, muchacho, ¿no te da vergüenza?, ¡¿cómo Miriam te deja salir así pa la calle?!, voy a hablar con Juanita pa que te ponga remedio, ¡amárrate los zapatos, sinvergüenza!, ponte pantalones largos, por el amor de Dios y de la Virgen, ¡que ya no eres un bebé de pecho!”. Ahora lo pienso y creo que no hacía bien en decirle en medio de aquella catarata de correcciones: “Tía, hace una semana que no me baño, ¿pa qué me voy a cambiar los pantalones?”. Entonces me lanzaba: “Mejor hubiera parido Miriam un caldero, lo estaría alquilando, pobre mujer, ¿este es el que la va a sacar de abajo? ¡Mejor está el padre en Roma, aunque no coma!”.
        Yo crecí jugándole bromas a mi tía Facunda, quizá alguna vez se me pasó la mano y en casi todas consumí toda su paciencia. Nuestra relación fue así hasta que, ya adulto yo, comprendí que sus pensamientos habían perdido la señal que la conectaba con los que la rodeábamos. De cuando en cuando me acuerdo de tantos episodios, y me dan ganas de aparecerme en su casa, sentarme con ella a mirar la tarde de Juan Griego, escuchar sus correcciones desesperadas: “¡No revuelvas el café con el lápiz, hijo er diablo, te vas a envenenar!”. Y con los ojos ya húmedos, río y río y río con su memoria, como en los viejos tiempos.

lunes, 10 de agosto de 2020

David






David Luis LÁREZ
(Juan Griego, 26 jun. 1959)
Segundo hijo de Luisa Magdalena LÁREZ MORENO (1931-2005)




        El muchacho calvo y con lentes que aparece en esta foto es quizá el descendiente más famoso de Andrés Avelino y Francisca Josefa. Es por lo menos el único que aparece en la historia del cine venezolano. En 1978, mi primo David participó en la película Simplicio, dirigida por Franco Rubartelli, que, según algunos críticos, fue la más taquillera de ese año en toda Venezuela.
        Yo apenas recuerdo vagamente el momento de gloria de Simplicio, pero en mi casa se vivió la alegría de saber que alguien de nuestra familia había hecho algo importante y que estaba siendo reconocido por ello. Todos querían ir a ver Simplicio, para ver en la pantalla grande a David, todo comentaban sobre los escenarios de Margarita, todos decían con orgullo que ahora teníamos un primo artista.
        Mi abuela sentía un cariño grande por David. Todos los sábados, después de ir al cementerio, pasábamos por su casa, que era también la de ella y la de todos. Mi tía Luisa fue la única que vivió siempre y murió en aquella casa, la Casa de los Viejos, y ahí crió a sus hijos: Salvador, David y Simón. La fe que le tenía mi abuela a los estudios la hacía animarlo a no abandonar la escuela. De hecho, en primer año de bachillerato fue su representante en el Liceo Juan de Castellanos.
        El éxito de Simplicio fue seguido por el de Tiznao (1983, de Dominique Cassutto y Salvatore Bonnet), que, sin embargo, no fue tan grande como merecía. “Hubiera sido mayor”, me dijo David el mes pasado, “si no hubiera coincidido con E.T.; pero a pesar de eso ganamos premios en Venecia y en San Sebastián”.
        David siguió trabajando con Rubartelli en publicidad, que era su nación de origen. En 1986, la grabación de un comercial de American Express los trajo otra vez a Juan Griego junto con una de las mujeres más bellas del mundo de la moda: Margaux Hemingway, nieta del famoso autor de El viejo y el mar. Yo presencié, cerca de El Bajo, la filmación del breve segmento final en que Margaux va en un descapotable que se detiene a la orilla de la playa, ella se levanta y voltea para decirle a la cámara, tarjeta en mano: “American Express, nunca salga sin ella”.
        David nunca supo que entre la gente que aquella tarde curioseaba la inusual escena desde la Lonja Pesquera estaba yo, que no intentaba verlo a él trabajar sino a la hermosa nieta de Ernest Hemingway.