viernes, 1 de agosto de 2014

Herman

Edgardo Malaver

 

 

 

        Cuando aún era muchacho y aún vivía en Nueva York, Herman Melville, una noche de últimos de septiembre, caminando cabizbajo por la calle que daba a su casa, tropezó con un fantasma.

        —Buenas noche, señor Melville —dijo el fantasma con una educación que no parecía de este mundo.

        El escritor levantó la vista buscando entre las sombras el origen de la voz y después de unos segundos encontró la única figura humana que había en la calle y que aparecía recostada de la puerta de la funeraria de Taylor y Maddicks. Se apoyaba sobre el pie izquierdo y sobre este descansaba el derecho, como si hubiera estado esperando largo rato. Estaba envuelto en un abrigo, negro y largo, muy semejante al de Melville, pero con un sombrero muy diferente y una barba ya blanca que parecía recién arreglada.

        —¿Quién es usted? —preguntó descortésmente el joven.

        —Hoy no lo comprendería, Herman, así que abreviemos y quédate con el consejo que vine a darte: hazte al mar y no pienses más en la muerte.

        El anciano retiró su espalda de la puerta y se enderezó como para despedirse. Hizo el ademán de comenzar a caminar, esperando que el muchacho lo detuviera, pero éste seguía paralizado en el punto en que se había detenido al saludo inicial. Se oyó un ruido dentro de la funeraria que llamó la atención de los dos, pero al mismo tiempo sopló una brisa fría desde el puerto que los distrajo, y en ese instante el abrigo del fantasma descubrió un manuscrito que llevaba entre manos; él intentó, como descuidadamente, ocultar el libro bajo su abrigo, de modo que Melville logró leer un par de palabras de la portada. Sin pensarlo un instante, se apresuró a alcanzar el brazo del anciano.

        El fantasma lo miró con ojos como compasivos y cuando comprendió que el muchacho lo iba a reconocer, retiró la mirada e hizo fuerzas para seguir caminando. Melville, más fuerte, se lo impidió.

        —¿Está escribiendo un libro? —preguntó.

        —Ya no —respondió el fantasma intentando, con torpeza, cubrir la portada del libro—. Tengo que irme.

        —¿Por qué pone esa obscenidad en el título?

        A la luz de la lámpara de carburo de la funeraria, Melville logró leer entre los forcejeos otra palabra que lo llenó de alarma. Volvió a paralizarse, pero exclamó:

        —¡Ahí dice mi nombre! ¿Quién es usted?

        —Melville, vete al mar —dijo el viejo, zafándose del muchacho e iniciando su huida, ya casi asustado—. No te importe nada más. Vete al mar, vete al mar.

        Melville lo miró apresurarse mientras se reprimía el deseo de correr tras él. Al alcanzar la esquina, una brisa le tumbó el sombrero y, visto delante de la bruma, el perfil del extraño se le antojó familiar. Y en ese mismo momento, aparecida de detrás de la esquina, una sombra más alta que el anciano y más oscura que su silueta lo cubrió del todo en el instante en que volteaba para mirar al joven otra vez. En un parpadear de Herman, se disipó la bruma y la luz de la lámpara retomó su espacio en la angostura de la calle.

        Entonces sí se atrevió Melville a caminar hacia la esquina. Su sombra repetía delante de él los movimientos del caminar reciente del desconocido. Antes de llegar al vértice de la calle, recogió el sombrero.

        “Hacerme yo al mar”, dijo para sí mismo en voz baja. “Hay cada orate en esta ciudad…”.


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