jueves, 14 de agosto de 2014

Orlando

Edgardo Malaver



            Estaba molesto. Arios... ¿Cómo era posible que su mente no tomara nunca otro camino? No podía evitar que su mente, con fastidiosa fidelidad, recurriera a la historia de Ariosto cada vez que se sentía así. Sin embargo, no era por eso que estaba molesto. Le molestaba tener que arriesgarse en un momento en que nadie sabía dónde estaba. Y seguramente era por una tontería tan grande que se arrepentiría y se enfurecería más que Orlando, el otro.
            Afortunadamente para su salud, terminaba comportándose siempre como Pablote. “Si pudiera tener un toro y llevarlo a todas partes para que no se metieran conmigo...”, se dijo entrando en el diminuto negocio de Juan Nepomuceno Durán, hijo de Policarpo, amigo de su padre.
            —Te atraparían más rápido, Orlando —dijo Durán al verlo abrir la puerta.
            —Caramba, no pierdes las malas costumbres —respondió Araujo, dándose cuenta de que, aunque él no había dicho ni una palabra, Durán no había perdido su facultad.
            —Voy de mal en peor.
            —Bueno, ya debes saber lo que quiero beber.
            Durán lo miró como reprochándole que no hubiera dejado la costumbre de beber tan temprano, pero se movió para servirle el trago, el mismo de cuando eran muchachos y mil veces se emborracharon, a espaldas de sus padres al principio, junto con ellos después de los dieciséis años.
            Orlando caminó hacia la mesa de la ventana que daba a la calle de atrás, que conducía, una cuadra más allá, a la casa donde se escondía. Había dormido poco, por lo que, a las siete de la mañana, lo mejor era un trago. Se daba cuenta de que era el primero en llegar al negocio de los Durán. El amigo que lo había citado ahí daba la mala señal de la impuntualidad.
            —¿No ha venido nadie hoy, Juan? —preguntó, pensando que no era necesario preguntar con precisión con quién esperaba encontrarse.
            —¿Tú ves a alguien? —respondió el otro—. No todos en Jajó son parientes tuyos, Araujo.
            —En realidad no queda ni uno. El último fue el León.
            Durán, que había terminado de servir el trago, rodeó la barra para ir a servírselo a Araujo. Pareció entusiasmarle un recuerdo:
            —¿Tú sabes que el León estuvo aquí dos días antes de morir?
            —Pero...
            —Claro que no, por Dios —dijo poniendo el trago en la mesa frente a su amigo y sentándose en la otra silla—, me lo contó mi abuelo.
            —¿Y era verdad lo de...?
            —Claro que sí, se las comía aquí también. A veces en Niquitao, a veces aquí, pero ni las que le hacían su mujer y sus hijas le gustaban tanto como las arvejas que preparaba mi abuela.
            —¿Y de veras...?
            —Pero claro... ¿Qué te pasa, Araujo? Todo eso es historia. Al viejo no le interesaba el poder, y mucho menos heredarlo de un tipo como Guzmán.
            —Es verdad, eso no se podía aceptar. Yo tampoco...
            —¿Cómo sabes? A todo el que está interesado en la política le interesa el poder. ¿Cómo sabes que no hubieras aceptado?
            Araujo pensó, mirando con fijeza el rostro de Durán, que quizá no era tan conveniente como le había dicho que una persona le leyera el pensamiento con tanta facilidad.
            —Pero nosotros somos amigos de la infancia, hombre —dijo Durán echándose hacia atrás en la silla.
            —Gómez y Castro también lo eran, y mira lo que hizo Gómez.
            Con la policía detrás de sí; intentando, noche tras noche, escribir clandestinamente en contra de un gobierno en el cual la fachada democrática era, para él, niño del pueblo que no puede esconder la verdad, como un traje recién tejido para el emperador; lejos de su familia y nadando todo el tiempo en el licor, Araujo sintió el escalofrío del peligro.
            —Sigues pensando que soy un peligro. ¿Yo cómo puedo ser un peligro para ti?
            —No pensé eso. Pensé que estoy en una posición muy débil.
            Durán hizo ademán de levantarse. Araujo lo agarró por un brazo para detenerlo.
            —No te levantes, Juan, que tengo semanas sin conversar con nadie.
            —Estoy acostumbrado a incomodar a la gente con este vicio mío de adivinarlo todo.
            —Si te dedicaras a la...
            —Todo lo que necesito saber de economía es cuánto cuestan los almuerzos.
            —Pero podrías...
            —No me hace falta tener más dinero, Orlando, ni vivir en otro lugar y mucho menos llamar la atención. Además, sí... ajá, ya me estaba yo preguntando de dónde te veía ese discurso capitalista. Y si tú... no, no digas eso, no soy ningún poeta.
            —Literalmente, no he dicho nada. No me dejas.
            Los dos voltearon al oír que se abría la puerta. Era una muchacha. Durán se levantó para ir a atenderla. Araujo miró por la ventana. Preguntándose qué habría sido del compañero de partido que le había rogado que se reunieran, que había insistido en que fuera en público “aprovechando que, tan lejos de la capital, no tenía que esconderse tanto”, para que tomara un poco de aire fresco... ¿La capital? En ese instante, la muchacha que acaba de entrar hablaba con Durán sobre Caracas.
            —¿Quién es ese hombre, Juan?
            —Es un amigo mío —dijo Durán desconfiado.
            —Parece caraqueño.
            —Es de Barinas.
            Araujo la miró mientras se tomaba un trago. Ella lo miró como intentando identificar qué le molestaba de él.
            —Listo, niña, aquí está tu vuelto. Hasta luego.
            —¿Qué? ¿Va a...?
            —No. Se va esta tarde para su pueblo.
            —Pero...
            —No lo sé, es amigo mío, pero no tengo derecho a preguntarle qué vino a hacer por aquí.
            Con los puños sobre el mostrador, la miró con ojos acusadores. Cuando ella le quitó la vista de encima a Araujo, la mirada de Durán le pesó tanto, que se fue sin siquiera contar el dinero que le acaba de poner en la mano.
            Durán corrió a la mesa de Araujo.
            —Esa niña es la hija de Marcos Machado, Orlando, tienes que irte.
            —¿Quién es Marcos Machado?
            —¡¿No te acuerdas?!
            —No —dijo Orlando, casi riéndose.
            —¿De qué te ríes?
            —Si no lo sabes tú, que adivinas...
            —El presidente del partido...
            —¡Marcos Machado!
            —Tienes que irte. La muchacha pensó que tenía que informar a su padre que aquí había un caraqueño, es decir, un extraño, un sospechoso.
            Araujo se levantó tomándose el resto del trago. Iba a decir algo, cuando el otro se lo impidió:
            —No te atrevas —dijo levantando el índice derecho—. No me debes nada. Mi padre no me perdonaría que no ayudara a un hijo de Sebastián Araujo.
            —Pero ¿adónde puedo irme?
            —Yo me iría al mismo lugar donde has pasado toda esta semana, pero si te vas a ir a otro lugar, no lo pienses delante de mí.
            Araujo apretó la mano del amigo y caminó con prisa hacia la puerta.
            —Araujo.
            Araujo volteó, con la cerradura en la mano.
            —Al final, el toro mata a Nolasco.

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