viernes, 15 de agosto de 2014

Walter

Edgardo Malaver



            Apenas si pudo oír el ruido de la puerta antes de dormirse. A pesar de eso, oyó muy bien la orden del mayordomo del sultán, que logró en un instante y con una sola palabra que cientos de voces de mujeres que cacareaban en el harem callaran y sus cabezas se inclinaran en dirección a la puerta. El sultán entró sin mirar a nadie y a paso firme, seguido de su guardia.
            —Ordene el señor, que Alá guarde siempre —dijo el mayordomo bajando también la cabeza.
            —¡¿Dónde está Sherezade?! —tronó la voz del soberano.
            El rostro del sirviente se petrificó. La respuesta no gustaría a su señor y el pedido que le haría a continuación sería costosísimo para él. La salida más sencilla era contestar con la verdad.
            —Amable e indulgente comandante de los creyentes, Sherezade no vive en el harem.
            El sultán bajó la mirada y lo vio confundido. Inmediatamente caminó hacia la salida sin decir una palabra más y desapareció.
            Sherezade, por su parte, dormía tranquila en la casa de su padre. Nadie lo sabía, mucho menos el mayordomo del sultán, pero de esta manera había salvado su vida en las últimas doscientas veintisiete noches: huyendo, gracias al cansancio de la guardia de eunucos, a su lecho en el lar paterno y regresando discretamente antes del atardecer. Un  sirviente llegó sin aliento a la casa con la noticia de que el sultán deseaba ver a Sherezade y que nadie en el palacio había sabido dónde encontrarla. Nadie osó despertar a la muchacha, pero la mayor de las sirvientas le dijo al mensajero:
            —Dile al sultán que Sherezade no abrirá su boca durante el día. Ella sólo cuenta sus historias durante la noche y hasta él debe respetar esa norma.
            El muchacho abrió los ojos con temor. Exclamó:
            —¡Me matará a mí!
            —¿Sabe el sultán que viniste a chismear aquí?
            —No, no lo sabe.
            —Entonces, necio, no temas. ¡Guarda la lengua y conservarás la cabeza!
            En la tarde, el sultán se sentó temprano en su trono. No movía la vista de un solo punto: el pedazo de cielo que le dejaba ver la ventana. Esperaba a Sherezade, como todas las tardes.
            Sherezade llegó cuando apenas si escaseaba aún algún rayo de sol. Se sentó tal como lo hacía todos los días al sol poniente. Sin preámbulo, siguió contando la historia de la noche anterior desde el punto en que la había dejado:
            —“A pesar de mi desmayo”, dijo Simbad, “el importuno anciano se mantuvo siempre asido del cuello, y sólo separó un poco las piernas para que pudiera volver en mí. Cuando hube recobrado el sentido, me apoyé...”.
            —¡Un momento...! —rugió el sultán.
            —¿Qué acontece a mi amo y señor? —preguntó serenamente Sherezade.
            —¿Dónde estuviste durante el día?
            El sultán nunca le había preguntado semejante cosa, y mucho menos la había interrumpido con voz tan furiosa.
            —¿Deseas, amo mío, que detenga la narración de Simbad y te cuente la de un narrador de historias que un día tuvo que dejar de contar por causas ajenas a su deseo?
            El sultán comprendió de inmediato la amonestación que con la mirada le hacía la muchacha, y aplacó su ansia de saber si Sherezade había cometido algún desliz. Sin embargo, quiso saber de qué se trataba la historia del narrador de historias.
            —¿Falta mucho para terminar la historia de Simbad?
            —Sí, mi señor.
            —Entonces, te ordeno que me cuentes la historia que acabas de insinuar.
            Sherezade lo miró como esperando una palabra más. Él agregó:
            —Me gustaría, si no es demasiado pedir.
            Y ella continuó de buena gana:
            —En un lejano país, y también en un tiempo muy lejano aún, vivió un hombre de leyes que pretendía ser poeta.
            A lo lejos se oyó un ruido como de nudillos contra madera. Ninguno de los presentes pareció percatarse, sin embargo.
            —Un día, él y varios de sus amigos decidieron trabajar juntos en el negocio de los libros, trabajó mucho intentando acumular mucho dinero y al mismo tiempo escribir poesía sin revelar su verdadero nombre. Pero después de muchos años, después de alcanzar fama como como procurador y como juez, sin haber hecho fortuna en las letras y a punto de irse a pique en los negocios, murió su mujer, y el poeta, confiando en sus amigos, cometió el error de hacerse cargo de todas las deudas. Sin embargo, pronto se percató de que él estaba tan arruinado como los otros, y estuvo a punto de desesperarse. Una noche... —volvió a oírse el ruido de una mano que tocaba una puerta, pero esta vez sólo Sherezade detuvo su relato para buscar el origen del ruido. Al mirar al sultán, continuó—: Una noche, al irse a dormir, oyó que alguien tocaba la puerta de su casa, y sintió deseos de ir a abrirla, pero se quedó dormido. Soñó que una mujer contaba una larga historia y que, en su sueño, el visitante insistía tanto, que casi tumbaba la puerta. Ignoraba que el visitante venía a tocar a su puerta desde otras tierras y de otro tiempo, ya mucho antes idos, y que le traía la solución al problema qué él, por más que pensaba, no conseguía desentrañar.
            En este momento, ante el ruido de nudillos sobre madera, Sherezade detuvo su narración, ante la mirada sorprendida del sultán y los demás circunstantes, y se dirigió, como en aletargada, a la puerta de la estancia donde durante doscientas veintiocho noches había venido contando decenas de historias. Llegada a la puerta, la golpeó tal como antes había descrito que la golpeaba la persona que llamaba al poeta en su cuento. Golpeó tan fuerte y dando unos gritos tan alarmados e insistentes, que el sultán creyó que su sospecha de la tarde se confirmaba: Sherezade era víctima de un encanto que la hacía ir por todas partes como dormida y creerse las historias que contaba.
            Los golpes sobre la puerta y las voces que daba el visitante lograron que finalmente se levantara. Sin conciencia plena de lo que hacía, fue a abrir la puerta. Era una mujer.
            —¿Sir Walter Scott? —preguntó ella con timidez.
            —A su orden, señorita.
            —Sir Walter, le traigo la solución: utilice su propio nombre, firme usted mismo sus libros.
            A Scott se le confundieron las imágenes del presente y el pasado al mirar a la mujer. Aquel le pareció de repente un rostro conocido, pero tuvo la certeza de que no había hablado nunca con aquella mujer.
            —¿Yo la conozco, he hablado con usted recientemente?
            —Sí, señor: soy Sherezade.
            Y así despertó.

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