Edgardo Malaver
Tenía que ser ella: era la
única mujer que no estaba acompañada. Gallegos, sin embargo, la había descrito
diferente. Se la había imaginado de más edad, de más peso, de ojos y cabellos
más negros. Teniendo los cuidados que le había indicado el amigo en su llamada
desde México, el poeta caminó hacia la mesa 14, donde, según Rómulo, se
sentaría Sara Hernández Catá. Intentaba parecer uno más de los hombres que
visitaban el Búho Blanco, pero pensando también que, siendo extranjero, nadie
lo reconocería.
—Buenos días —dijo
separando una silla de la mesa.
—Señor Blanco, presumo
—respondió la muchacha.
—Llámeme Andrés Eloy... o
simplemente Andrés, si prefiere.
—Muy bien. Usted puede
llamarme Julieta.
El poeta abrió los ojos
del tamaño de sus órbitas. La sangre se le aceleró en el pecho. Comenzó a mirar
en todas direcciones, pero no logró encontrar rostros sospechosos de ser
espías, esbirros ni delatores. No había siquiera un policía fuera del
restaurant. ¡¿Cómo que...
—...Julieta?!
—Julieta Capuletto.
Andrés Eloy volvió a pensar
que estaba atrapado.
—¿Usted no es Sara?
Se levantó.
—No, Sara va a venir más
tarde —dijo la muchacha, comprendiendo la confusión—. Me pidió que la
disculpara con usted. Siéntese, Andrés, se lo ruego.
—Pero... ¿quién es usted?
La muchacha lo miró con el
ceño fruncido:
—Me llamo Julieta
Capuletto, ya se lo he dicho.
Andrés Eloy se sentó otra
vez.
—Perdóneme... Julieta,
pero no es frecuente que uno tenga una conversación tan temprano en la mañana
con un personaje de ficción.
—Por eso estoy aquí, señor
Blanco, para conversar con usted sobre unos personajes de ficción.
Andrés Eloy ahora pensó
que Julieta se burlaba de él.
—Miré, señorita, mi
presencia en La Habana no es un juego. Ni siquiera es un asunto literario, como
me gustaría, sino un asunto político, y en este caso, “político” es sinónimo de
“peligroso”, de modo que creo que está usted hablando con la persona
equivocada.
—Siempre lo es.
—¿Qué?
—La política siempre es
peligrosa.
Los dos se mantuvieron la
mirada unos segundos, durante los cuales Andrés Eloy reflexionó sobre la
torpeza que acababa de decir: no estaba en La Habana para jugar. El gobierno
que representaba ya no existía. El presidente de la república, su amigo Rómulo
Gallegos, ya no era presidente y estaban, como él, exiliado. Su partido había quedado
fuera del juego después de la intervención de los militares. Regresar a
Venezuela significaría volver a la cárcel. Cuánta razón tenía esta muchacha.
El mesonero sirvió, como
en todas las mesas, dos tazas de café sin mirar a los dos amigos.
Decidió serenarse. No
carecía de rasgos atractivos la conversación con aquel personaje que tan
descaradamente declaraba estarlo buscando.
—Andrés —volvió a comenzar
Julieta—, ¿puedo contarle la historia que quiero que escriba?
—¿La historia del “pesar
que alarga las horas de Romeo”?
—Sí, pero también las
mías.
—Naturalmente, son las
mismas. Extraño destino de amor es tener que amar a un detestado
enemigo.
La muchacha iba a decir algo,
cuando se le trancó la garganta con el dolor del recuerdo. Sus ojos iban a
humedecerse, pero ella miró al techo, y cuando tuvo control de la emoción,
continuó:
—A sus oídos como que ya
ha llegado mi historia, Sara me lo insinuó. Siendo así, tendrá menos
dificultades de las que yo he imaginado. ¿Usted cree que sea posible escribir
nuestra historia, de manera que mi padre y el de Romeo dejen de poner
obstáculos a nuestro... romance?
—No se sonroje, Julieta,
que yo sé de lo que me habla.
—Comprenderá usted que
para mí no es sencillo hablar de estas cosas con un varón.
—Sí, pero si vino a hablar
con un poeta y vino a contarle una historia de amor, habrá comprendido que es
inevitable entrar en...
—Sí, sí, lo comprendo,
pero yo me sonrojo hasta con mi confesor, imagínese.
El poeta buscó en su mente
algo que decir que la distrajera de su vergüenza.
—¿Por qué no le propone su
idea a Shakespeare, por ejemplo?
—Lo hice —respondió ella,
con una mueca de decepción—, pero al principio me evadió diciendo que él era el
dramaturgo de la Corte, que sólo podía tomar encargos de la reina, y luego me
di cuenta de que el problema con Shakespeare es que en el fondo es protestante.
O quizá no lo sea, pero es demasiado inglés. Está descartado. Tiene que ser
usted, Andrés, acepte, se lo ruego.
—Caramba, ni siquiera
intuía que me iba a tropezar en Cuba con semejante calidad de admiración en una
persona tan joven.
—En realidad yo soy de
Verona, pero mi amiga Sara, que sí es de aquí, me leyó un poema suyo, Andrés,
que me convenció de que usted es el hombre indicado para ayudarnos a Romeo y a
mí.
Julieta sacó de su cartera
un libro de Andrés Eloy. Buscó la página 23 y leyó:
Es tener el corazón
entre las manos guardado,
y si ella pasa sentir
que se nos abren las manos.
Después pareció querer
continuar de memoria. Cerrando los ojos, recitó:
—Me muero por preguntarte
si es igual o es diferente y si es cierto que amando da tiempo de amarlo todo,
tocar el borde y el fondo. Parece que amar es lo que abotona y
querer lo que florece. Amar no es lo del deseo, amar es lo del
servicio. Si querer es con la uña donde amar es con la yema...
Andrés Eloy sonreía. La
miraba con la ternura de un padre, con la compasión de un hermano. Le dijo:
—Julieta, usted pone un
iris en las cosas que me las llena de gracia.
Entonces sonrió ella. Él
se movió en la silla y, levantando el índice derecho, le dijo, como queriendo
concederle algo de lo que pedía:
—Le voy a dar una idea que
leí una vez en una obra de teatro: finja que ha muerto. Mire, vaya a la
farmacia, pida que le preparen uno de esos bebedizos que relajan tanto la mente
y el cuerpo, que puede uno dormir veinticuatro horas sin pausa; pero escríbale
una carta a Romeo y explíquele en ella la estratagema, de modo que no angustie
por la noticia de su muerte. Cuando él llegue y la encuentre artificialmente
muerta, ya no habrá razón para que no puedan huir juntos, puesto que ya nadie
sospechará que él sigue pretendiéndola.
Julieta lloraba
decididamente.
—Es demasiado arriesgado.
—Como la política. Pero
verá usted cómo dejan de odiarse las dos familias.
Dicho esto, el poeta
sintió que la Julieta que tenía al frente, fuera real o ficticia, no representaba
peligro para él. La conversación siguió de tal manera que pronto no parecieron más
ni menos que dos amigos que toman café mientras esperan a alguien.
Después de unos cuantos
minutos, la puerta del bar se abrió de repente. Los hombres miraron de arriba
abajo a la mujer de frente amplia, ojos grandes y pelo crespo que
entró caminando con paso sereno. Julieta miró por la ventana que tenía a la
izquierda. Andrés Eloy dijo:
—En Caracas, a esta mujer
la declararían reina del Carnaval, sin hacer elecciones.
Julieta volteó a verla y
la reconoció.
—Es Sara.
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