Sale el actor por delante
del telón, pausadamente.
Yo no sé cómo se hace esto, pero ahora tengo que hacerlo.
He hecho una apuesta. He apostado que puedo pasar tres minutos aquí parado
frente a ustedes sin decir nada que tenga sentido y que no los haga reír, y resulta
que no se me ocurre nada. Bueno, sí se me ocurre, pero todo lo que se me ocurre
tiene sentido, es trascendental y golpea el espíritu de lo profundo que es. De
modo que eso no lo puedo decir. Tengo una sola esperanza. Al ver el tamaño de
mi desesperación los amigos con los que he hecho la apuesta se han compadecido de
mí y me han hecho una concesión. Me han dicho: “Venga, Benavente, está bien,
convengamos en que si los haces llorar antes de los tres minutos valdrá lo
mismo que si logras tenerlos serios más allá de ese lapso. Y yo, estúpido, he
aceptado. Por tanto, vamos a ver. De historias que les pueda contar, que me paso
el día contando historias, porque ¿qué otra cosa hace un hombre de letras que
contar historias, pues de contarles historias no se me ocurre ninguna. Sólo se
me ocurre una y ya la he contado. Podría repetirla, si queréis, pero ya voy
viendo que no, no está la masa para hacer bollos, ustedes no parecen muy... Sin
faltar, mejor, ¿verdad? Me había preparado para contarles un cuento inmoral,
pero ese que yo siempre cuento es tan conocido, que ni siquiera les va a dar
risa. Me refiero a ese cuento en que sin contar yo nada y sin que digan ustedes
nada ni se rían (vamos, que ya lo estoy logrando), queda claro que el público que
asiste a este teatro... No, no, no, que yo prefiero perder la apuesta antes que
insultar al respetable. Perdí. Y ahora salgo horrorizado de aquí.
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