lunes, 2 de enero de 2023

Isaac



Isaac Asimov
2 de enero de 1920


        En marzo, al final, cuando había adivinado ya que apenas le faltaban unos pocos días para el final, sonó el timbre de su puerta. Estaba solo en la casa, y tardó un minuto en llegar a la puerta, pensando que ya el visitante se habría ido. Abrió la puerta y vio ante sí un hombre delgado, más bien joven pero calvo y de barba blanca, vestido con hábito de monje, con muy pocos cabellos y una herida en la parte alta de la frente, de la cual brotaban dos pequeñas gotas de sangre.
        Pensó que el hombre sería un misionero que hacía una colecta, pero éste le preguntó:
        —¿Usted es Isaac Asimov?
        Hacía muchos años que le sorprendía esta pregunta porque su foto aparecía en algún periódico cada dos días y cinco séptimos. Le respondió:
        —Sí, lo soy. Mire, no me lo va a creer, pero hace un mes que no salgo de casa, así que no tengo sencillo. Si vuel...
        —No quiero dinero —lo interrumpió el monje.
        Entonces Asimov pensó en el pesar que lo acorralaba desde hacía varios días, de modo que, mirando la herida del visitante, preguntó lentamente, como saboreando cada sílaba:
        —¿Vino a anunciarme la muerte?
        El monje lo miró como quien se compadece de alguien que ya no tiene salida, pero respondió negativamente con un movimiento de cabeza.
        —Usted, como todos, morirá cuando Dios lo disponga...
        —¿Quiere decir que Dios existe?
        —Usted conoce la respuesta tanto como yo.
        —Hasta este instante he tenido la certeza de que no existía.
        Echando un vistazo al interior de la casa, el monje le argumentó:
        —¿Y con esa idea escribió tantos libros sobre Dios?
        —¡No, no, no...! —comenzó a responder Asimov, sonriendo y mirando un segundo el estante que estaba al fondo de la sala—. Mis libros no tratan de...
        Y se interrumpió, llevándose dos dedos de la mano derecha a los labios, al darse cuenta de que el hombre no estaba pensado en las novelas de ciencia-ficción.
        —Claro que sí, hablo también de los libros de ciencia-ficción —comentó el desconocido.
        —¿Quién es usted? —preguntó Asimov, sin percatarse de que el otro le había leído el pensamiento; sin embargo, cayó finalmente en cuenta de que, excepto por la pregunta sobre su nombre, no habían hablado de ninguna información concreta.
        —Yo también me llamo Isaac.
        El escritor se apresuró a extenderle la mano cortésmente y cuando el otro le correspondió, se dio cuenta de que le faltaban dos dedos en la mano derecha.
        Repentinamente, como si en su mente se abriera una compuerta, que lo estudiado durante años y años empujara con empeño desde adentro, Asimov conjeturó:
        —¿Isaac Jogues?
        —El mismo.
        —Esa herida en la frente es la que le hicieron los iroqueses, ¿no es cierto?
        —La misma.
        —Luego, sí me queda poco tiempo.
        —No tengo la potestad de anticipar a nadie la fecha de su muerte. Pero puedo decirle, por mi experiencia, que no hay razón para temerle tanto a la muerte.
        —La muerte no exis... —intentó decir, comprendiendo que, repentinamente, aquella frase se había vuelto una gota desabrida en medio del mar de la existencia.
        Como urgido por la mirada plácida de Jogues, lo miró como quien mira a un conocido de otra época a quien apenas recuerda pero que alguna vez estuvo a punto de convertirse en amigo.
        —Y... ¿en qué le puedo servir? —dijo entonces, reprochándose no haber tenido la cortesía de preguntarlo al principio.
        —Vine únicamente a decirle que las historias que usted ha escrito... son verdad.
        Un niño pasó en ese momento por la calle manejando una bicicleta, cuya campana hizo sonar mientras le echaba una rápida mirada al monje. Jogues movió la cabeza un poco hacia la izquierda como reconociendo una llamada. En ese breve instante, Asimov observó la cicatriz que rodeaba su cuello. Y le preguntó:
        —¿La verdad? ¿Qué es la verdad?
        —Muy bien —respondió el santo—. Constato que usted ha comprendido todo muy bien.
        Y se fue.

San Isaac Jogues
10 de enero de 1607


martes, 10 de noviembre de 2020

Andrés, el Mestro





Andrés Avelino LÁREZ

(Juan Griego, 10 nov. 1886 / Juan Griego, 13 sep. 1966)

Hijo de Albina LÁREZ




Según mis cálculos, esta foto es de 1961 o 1962. Me lo insinúa sobre todo el tamaño y la corpulencia de Miguel Rafael, el niño que posa al frente, que en el futuro será mi padrino y que aquí tendrá 10 u 11 años. De ser así, Andrés Avelino, el abuelo de todos ellos, a la derecha, tiene ya alrededor de 75. Si siguiera entre nosotros, hoy, 10 de noviembre, cumpliría 134.

Cada vez que la veo, me imagino que fue tomada en El Bajo o en la arena de la playa en el punto donde termina la calle Mariño, detrás de la Guardia Nacional, probablemente por Miguel Delpino. Lo cierto es que están en la playa: las muchachas, Antonia, a la izquierda; Mireya, al centro, y Miriam, mi madre, a la derecha, llevan traje de baño. Delante de ellas, en cuclillas, está también, Jesús Salvador, llamado Chu Lárez, el más adulto de los jóvenes que acompañan al Mestro. Detrás de Antonia hay un letrero que dice: “URD”, el partido de Jóvito Villalba. Margarita sin política no es Margarita.

Lo que yo sé de Mestro Andrés proviene totalmente de las historias que me contaban mi abuela, Juanita, sus hermanos, sobre todo mi tía Teresa, y mi mamá. Yo nací casi dos años después de su muerte, pero desde antes de dejar la teta, he oído a los que sí lo conocieron hablar de él, y hablar tantas bellezas que en mi imaginación, si no fuera porque existen estas fotos, Andrés Avelino Lárez sería para mí como un santo con la mirada dirigida al cielo y las manos juntas, en actitud constante de oración, suplicando siempre por el bienestar de todos.




Testimonios de otras personas también he escuchado. Cuando Elizabeth, la Pelona, se casó y fue a Margarita con su esposo, una noche me llevaron a pescar en La Galera con un pescador que habían conocido el día anterior. Cuando este hombre supo que Elizabeth tenía familia en Juan Griego, comenzó a hacerle preguntas, y apenas ella dijo que era nieta de Andrés Avelino Lárez, él exclamó: “¡Ah, Maestro Andrés! Mi papá trabajaba con él haciendo peñeros”. Por ese detalle supimos que sí lo había conocido, porque el Mestro era carpintero de ribera, oficio que han heredado Salvador y Simón, hijos de su hija más joven, mi tía Luisa.

Si quisiera contar aquí la mitad de las historias que recuerdo haber oído en mi infancia, me pasaría un año sentado en esta silla. Quizá sentado en una silla encontraría al Mestro el último muchacho que se casó en 1966 y que, de camino a la iglesia, tenía pasar, como su padre y su abuelo, por la ceremonia previa de que él le hiciera el nudo de la corbata, porque nadie más sabía hacerlo en las cercanías (quizá Cruz Bonive, que era sastre, pero no era cuestión de molestar a aquel señor).

Quién sabe si aquel muchacho y su padre y su abuelo serían capaces de leer el periódico, pero el Mestro esperaba cada año el Domingo de Ramos para abrir su Biblia en la primera página del Génesis y pasar toda la Semana Santa leyendo y cerrar el libro el Domingo de Resurrección al terminar la última página del Apocalipsis. Más joven, recordaban mi abuela y sus hermanas, habría sentado a los niños frente a él por lo menos el Jueves Santo para leerles, y a veces recitarles, los episodios en que Jesús es apresado, torturado, juzgado, condenado a muerte y finalmente ejecutado. De niño yo, esta imagen del abuelo de mi madre leyéndoles el Evangelio a sus nietos le ponía al bisabuelo un aura de sabiduría más bien franciscana, de la cual me cuesta aún desprenderlo. Y mil veces he comprobado que primos míos de más y de menos edad que yo han recibido esa misma influencia, tienen la misma imagen de él, como si hubiéramos visto la misma película narrada por diez voces gemelas.




Y no faltan escenas graciosas en esa película. De repente comienza un segmento en que unos niños sin zapatos y sin camisa en el patio de una casa muy pobre forman un alboroto indescifrable para una abuela. Ella les ruega que tengan más orden, que no hagan tanto ruido, pero los niños no se percatan de su pedido. Y de repente, derrotada ya por la juventud de la algazara, se levanta de su silla gritándoles: “¡Ustedes se están bañando en agua rosada! ¡Esperen que llegue Andrés!”. ¡La de veces que mi mamá nos lanzó esta filípica a mis hermanos y a mí!

Esa misma mujer, pero en edad ya avanzada, se aferra más tarde a la compañía del marido que Dios le otorgó en santas nupcias y lo acompaña ahora en cada paso que él da dentro y fuera de la casa. Y se hace seguir por él si ella tiene que salir (a menos que pretenda ir furtivamente a la cocina a robarse el papelón del café). Una mujer joven, hija de algún vecino amigo de toda la vida en Juan Griego, bromea con ella acerca del atractivo que aún conserva el admirado anciano. Le dice con música de mar en los labios: “Ay, Chica, cuando te mueras, déjame a este viejito bello, que yo te lo cuido”. Y Chica salta sin demora y responde: “No, mija querida, cuando yo me muera me lo voy a llevar”.

Y cuando Chica entrega sus cuentas, el 5 de septiembre de 1966, el Mestro, que tiene más edad que ella, cae en una tristeza densa e irremediable. Sus hijas, rezando por el descanso de la madre, observan cómo el padre camina con lentitud a lo largo de la casa, como dormido por dentro, como náufrago de que no encuentra su isla. En la madrugada del tercer día, Teresa y Juanita lo oyen rezar a solas en su habitación, pero interrumpe la oración para decir como con angustia y entre murmullos: “Déjame, Chica, no me jales. Descansa en paz, mujer, déjame, suéltame. Déjame, Chica”. Habrá insistido tanta la esposa, lo habrá extrañado tanto, tanto lo habrá llorado en su camino, que ocho días después que ella, muere él.

Si es cierto que la verdadera muerte sobreviene cuando ya nadie se acuerda de nosotros, a este silencioso maestro de carpinteros le quedan varias décadas por sobrevivir. Sé con certeza que mis nietos tendrán noticias de él, y no es solamente porque su sangre y su nombre ahora respiran el aire de otros mares, sino porque su memoria sigue encendida y no todo viento que sople apagará su llama.


jueves, 5 de noviembre de 2020

Miriam

 




Miriam Esther LÁREZ

Caracas, 5 nov. 1945

Hija mayor de Juana Evangelista LÁREZ MORENO (1921-2008)



Miriam, mi madre, en esta foto está cumpliendo 50 años, y hoy aún la oigo diciendo que era una cantidad enorme de años. Sin embargo, cómo se le nota que está joven y sana, sonriente y rodeada de la gente que más la quiere. Hoy, que cumple 75, habrá otra foto, en la que faltaremos varios, pero, gracias a Dios, habrá otros que no habían nacido hace 25 años.

Lo más difícil que he hecho este año es ponerme a escribir esta columna porque sé que, en estas circunstancias, las palabras no suelen atrapar todo lo que uno siente.

Aunque parezca extraño, Miriam Lárez nació en Caracas. No me imagino que hacía mi abuela en Caracas en esos días (y nunca se me ocurrió preguntarle), pero se sabe que 18 días antes había habido un golpe de Estado, y en esos casos, para esperar que las cosas se calmen, es mejor quedarse casa (tampoco conviene mucho cruzar el mar con la barriga llena de gente). El golpe, además, estaba encabezado por Rómulo Betancourt, que no era cualquier golpista, ¡era Rómulo Betancourt!

Hubo, por cierto, una campaña electoral en que los adecos se promocionaban en televisión por medio de una margariteña que decía: "Del lado del corazón donde tengo a mis hijos, ahí tengo a Acción Democrática". Cuando yo estudiaba en Caracas, llamaba a mi mamá casi todos los días y en una de esas llamadas, al final de la conversación, al despedirse de mí, para decirme lo mucho que me quería, ella me recitó emocionada: "Del lado del corazón donde tengo a Acción Democrática, ahí tengo a mis hijos".

Todos sabemos que de joven Miriam Lárez hablaba fuerte, que en momentos de disgusto, su voz era como un trueno, pero que un instante después del estruendo, se podía desgranar en una lluvia de llanto. Pura fachada: por fuera, muy recia y muy firme, y por dentro, blandita como una fruta madura.

Miriam Esther, sin embargo, ha tenido que llorar mucho y en serio. El 1° de marzo de 1974, fue lanzada a un horroroso mar de dolor, cuando murió mi hermana Elizabeth acabando de cumplir dos años. En aquellos días, recuerdo yo, no hablaba sino que lloraba, no respiraba sino que lloraba, no vivía sino que lloraba. Muchos días, muchos días. Una mañana yo me desperté antes que ella, y minutos después supe que ella había despertado porque comenzó a llorar y a llorar, y toda la mañana estuvo llorando. Pero después de vientos y huracanes, llegó a la orilla. Fue valiente.

Y el 25 de diciembre del 2007, perdió otro hijo. Golpe duro como una montaña que le cayera a uno encima una mañana, nada más despertar... avalancha fortísima como un río crecido que se lleva todos los árboles, todas las piedras, todos los puentes. Augusto, el padre de Margareth, tuvo el fraterno deseo de ahorrarle dolor a mi mamá y le propuso que se quedara en casa, que no fuera al entierro, y ella le respondió, ya en el jardín de la casa: "No, Augusto González, yo acompaño a mi hijo hasta lo último". Qué fuerte es mi mamá.

A Miriam de vez en cuando la saludan personas que ella no reconoce o no recuerda. No es mala memoria, sino que cuando se ha sido maestra de preescolar durante 34 años, es poco probable que recuerde los rostros de mil doscientos niños, pero además, estos niños crecen y traen a sus hijos a la misma escuela en que ellos estudiaron. Puede ser que ella no los reconozca a todos, pero ellos todos, niños y padres (¡y abuelos!) la recuerdan y la saludan y la abrazan, como si fuera parte de sus familias.

Hace un tiempo conté en otro blog que un vez una de mis alumnas me preguntó: "¿Cuál es el idioma más bonito del mundo". En los libros con que yo estudié no dice esa respuesta, pero yo pensé en mi mamá, y le respondí a esta niña: "La lengua más bonita del mundo es la lengua en que nos canta nuestra madre mientras nos amamanta". Y dije al final que mi idioma se llama Miriam.

Mi mamá es también mi único partido y mi única heroína. Y tengo su voz y su mirada y su rostro dibujados en los dos lados del corazón.


viernes, 16 de octubre de 2020

Teresa







Teresa de Jesús LÁREZ MORENO

(Juan Griego, 16 oct. 1929 / Cabimas, 25 abr. 2019)

Novena hija de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)

y Francisca Josefa MORENO (1891-1966)




¿Ustedes están viendo esta muchacha?, ¿verdad que no parece mi tía Teresa? Si no fuera porque ella misma me la mostró y me contó la historia inmediata de ese momento, habría pensado que era una modelo famosa de vacaciones en Margarita. “Aquí tengo 20”, me dijo. “Me la tomó Miguelito, de sorpresa, yo venía caminando por la acera y cuando lo vi que apareció con la cámara, me volteé, pero él corrió más rápido y me tomó esa foto, y todo eso lo hacía para que me casara con él”.

Veinte años. O sea, ya había pasado la fecha de hoy en el año 1949, porque hoy sería su cumpleaños (y el de su madre también). Si no fuera porque, dos años después que ella, nació Luisa Magdalena, mi tía Teresa habría sido la hija más joven de Andrés y Francisca, pero sí fue la más longeva; vivió incluso más que ellos: 32.698 vueltas de la tierra alrededor del sol.

Mi tía Teresa nos trataba con tanto cariño a mis hermanos y a mí cuando éramos pequeños que yo quería que viviera en mi casa, y ese día llegó cuando ya era muy mayor. Cuando yo estaba en sexto grado, me encantaba que llegara el sábado porque sabía que mi abuela me iba a enviar a su casa a llevarle carne, frutas, verduras, etc. que mi tía le pedía comprar cerca de mi casa. Y yo me sentaba en la mesa de su comedor y conversaba con ella y la oía cantar y le preguntaba mil cosas y le ayudaba a sacarles las semillas a los tomates y a pelar las lechosas y a abrir las cortinas de las ventanas de la sala y a veces a barrer el patio. Pero lo mejor era escucharla cantar. Luego yo le contaba a mi abuela que mi tía cantaba bonito y ella me decía: “Es que Teresa iba a ser artista. De muchacha era bella, y se peinaba y se maquillaba y siempre cantaba. Ella quería ser artista... pero se casó”.

Qué calor hacía en la sala de aquella casa, que aún lleva su nombre. Y qué olor tan misterioso el que me llamaba desde la biblioteca. Y qué suave la voz con que mi tía lo acariciaba a uno cuando le hablaba. También le hablaba así a Pinky, el perro de Miguel Rafael, con quien compartía una especie de lengua de ellos dos solos.

¡Miguel Rafael! ¿Qué milagro de Dios hizo que mi tía Teresa soportara la noche de aquel 13 de marzo en que murió Miguel, su hijo mayor, que nació también el 16 de octubre, 22 años más tarde. Creo que fui el último en llegar a su casa después de la noticia y la encontré sentada, casi acostada, en la sala, de espaldas a la cocina, con la mano derecha en la sien, como dormida. Ni una sola palabra me salía de la garganta. Solamente me paré a su lado, porque no sabía cómo hacer nada más. Ella sintió mi presencia, levantó la vista y me tendió la mano. Lloró ella y, al verla llorar, lloré yo con su mano en la mía.

Algunos sábados, contando historias de sus padres y los refranes que usaban, me preguntaba si tal o cual palabra estaría en el diccionario, y yo corría a buscarlo y le leía todas las palabras curiosas que ella me dictaba y después disfrutaba su sorpresa al descubrir que su madre era tan sabia que sus palabras estaban en el diccionario. ¡Si hubiera visto la sorpresa mía cuando, años más tarde, encontré todas aquellas palabras en Don Quijote!

Se pasó el tiempo y yo, torpe, tonto y testarudo, no fui nunca a verla en Cabimas, ni le llevé a Ana María para que la conociera, como le llevé a Abigaíl una tare a Laguna Honda. Y cuando murió, ni siquiera estaba yo en Venezuela. Pero todos los días la extraño y, como si fuera en el diccionario, busco en mi memoria el calor de su voz y el sonido de sus palabras, sus palabras, sus palabras...

 

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Edita






Edith Josefa LÁREZ MORENO

(Juan Griego, 19 sep. 1919 / Caracas, 1° dic. 1992

Quinta hija de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)

y Francisca Josefa MORENO (1891-1966)



Esta foto es nueva para mí. Me la envió mi primo José hace dos o tres meses. Aparte de aparecer en ella junto con mi abuela, su hermana, me resulta valiosa, porque la protagonista, mi tía Edita, está celebrando su cumpleaños, es decir, que el día en que fue tomada era, como hoy, 16 de septiembre. El año pasado, quise reunir todas las fotos suyas que tenía para hacer un álbum en Facebook (como hice en el 2017 para mi tía Facunda) y celebrar de esa manera los cien años de su nacimiento, pero me di cuenta de que tenía una sola y me demoré demasiado en acudir a José para que me ayudara.

La deuda que tengo con mi tía Edita es enorme e impagable. En 1988, cuando iba a iniciar mi tercer semestre en la universidad, mi primo Freddy, con quien vivía en Caracas, consiguió un empleo en Margarita y se fue. Yo tenía que mudarme, y ella me recibió en su casa de la calle Venezuela; todos los días, antes de que yo saliera, se cercioraba de que desayunara. En las noches, nunca me dijo ni una palabra, pero yo intuía que algunas veces debía preocuparse si yo llegaba tarde. Incluso me imagino que puede haber rezado para que regresara entero a casa. Durante cientos de días al año, ella era el único miembro de mi familia que veía con frecuencia y ahora me doy cuenta de que, pasando el día en las aulas y en la biblioteca, era bien poco lo que yo hacía por ella.

En alguna ocasión, sí, hubo en aquella casa alguna celebración como la de la foto. Los boleros de los años 50, los tangos de Gardel y la música caraqueña de los primeros años del siglo XX la hacían flotar de gusto. Brindaba en voz alta cada cuarto de hora por las personas que iban apareciendo en la conversación, por los músicos, por Margarita, por Venezuela, por Los Panchos, por la vida, por el amor. Y contaba historias de su juventud, de la gente ingrata, que sabiamente prefería no mencionar, y de la gente querida, como sus padres y hermanos, sus hijos, sus amigos. Yo que no soy fanático de las fiestas, celebraba íntimamente, a veces acaso sin darme cuenta yo mismo, que ella tuviera esos ratos de esparcimiento porque sabía desde antes que era mucho lo que había sufrido por mil razones en su juventud.

Cuando me mudé a su casa, me asombró descubrir que mi tía caminaba exactamente igual que camina mi mamá. Y que contaba muchas historias que contaba también mi abuela. Y que usaba expresiones muy similares a las de mi tía Facunda. Y que por más que hubiera respirado Caracas durante cuarenta o cincuenta años, todo en ella era margariteño.

El maremoto que ha reducido a polvo todo lo que antes era Venezuela se inició el año en que yo cumplí cuatro años en la casa de San Martín. Y ese año, al final, la desgracia se había estacionado frente a ella. Ese año hubo dos intentos de golpe de Estado. El toque de queda decretado como consecuencia del segundo la alcanzó en la calle, de regreso de Guarenas. Día terrible. Mi abuela y yo regresamos a tiempo a la casa, incluso de día aún; ella le perdió la paciencia a la multitud que venía en el metro y salió a la superficie en Capitolio.

Hoy cumpliría 101 años de edad. Como diría su argentino favorito: “sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando”. La verdad es que cien años no es nada.


lunes, 31 de agosto de 2020

María



 



María Albina LÁREZ MORENO

(Juan Griego, 10 abr. 1915 / Cabimas, 17 ago. 1988

Tercera hija de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)

y Francisca Josefa MORENO (1891-1966)

 

        Tengo varias fotos de mi tía María. Elegí esta porque en esta está con Maité, y Maité parece ser la más absorbente respecto a las historias que mi tía debe haber pasado la vida contándoles a sus nietos... como me sucede a mí con las historias que se pasó la vida contando mi abuela Juanita. Lo que no conservo en mucha cantidad es recuerdos de mi tía María. Sólo la recuerdo de aquella vez que fui a Cabimas, a los 12 años; algunos instantes, brevísimos; no recuerdo haberla visto nunca en Margarita.

        Aquella mañana, tempranísimo, siempre sentada, ella conversaba y conversaba con mi abuela en la casa de Elizabeth y yo escuchaba y escuchaba. Me atraía la palanca del mecanismo para cerrar la ventana de la cocina, que no creía haber visto antes, y me llamaba la atención el espacio lleno de árboles del otro lado de la calle; pensaba que quería caminar por entre aquellos árboles. Y entonces, entre comentario y comentario, de repente, mi tía preguntó por mí. Y dijo que estaba muy callado. “¿Siempre es así?”, le preguntó a mi abuela. “Sí, él es así”. Ahora mismo estoy recordando que pensé que en todo el Zulia no conocía yo a nadie y que no había tenido oportunidad de intervenir en aquella conversación, que, además, pertenecía a dos conversadoras con cincuenta años más de entrenamiento que yo. En algún momento mi tía me dijo, como para conocer mi voz: “Di algo, mijo”. Y yo pasé unos tres segundos pensando qué decir. Y dije: “Algo”. Y ella se deshizo en carcajadas y pasó como un cuarto de hora riéndose y repitiendo: “Di algo. Algo”. Y si llegó alguien a la casa en el resto del día, se lo contó y a cada rato volvía a hacerle gracia y volvía a reírse.

        Por lo que yo oía decir a mi abuela como hermana, pero también lo que le oía a Omaira como hija, y lo que oigo decir sobre todo a Maité y a Marieliza como nietas, a Marialba como bisnieta y otros que hablan de ella, algo dentro de mí me dice que la conocí siempre, que seguramente la habría podido tratar como a mi propia abuela y que, de visitarla con más frecuencia, sentados los dos juntos en el porche de Antonia o en la cocina de Elizabeth, nos habríamos querido mucho y nos habríamos reído un mundo y parte de otro.

 


martes, 25 de agosto de 2020

Juan Griego






Juan Griego
Alrededor de 1545

        Esta es la foto más antigua de Juan Griego que tengo. Es de 1897, de modo que si fue tomada antes de noviembre, Andrés Avelino Lárez tiene diez años de edad, y si fue antes de septiembre, Francisca Josefa Moreno tiene apenas cinco. Nueva Esparta pertenece al histórico Gran Estado Miranda, junto con Aragua, Guárico, el propio Miranda y el departamento Vargas. Cipriano Castro aún no ha llegado al poder, pero ya lo está cavilando, y la lejana Maracaibo, desde hace casi una década, es la única ciudad que disfruta del servicio de electricidad en los Estados Unidos de Venezuela.
        Aunque parezca otra, esta es la mismísima iglesia de san Juan Evangelista en que muchos de nosotros han sido bautizados y hemos bautizado a nuestros hijos. Las diferencias en la fachada se deben a una remodelación que se emprendió cuando finalmente, una vez llegado el siglo XX, se pudieron reiniciar los trabajos para concluir las dos torres. Las personas que se aglomeran frente al templo parecen haber asistido a la misa en un domingo de mucho sol. Todos visten ropas sencillas, y el terreno es árido, sólo hay dos arbustos, uno de ellos ha perdido todas las hojas. Por la derecha, pintada de blanco, está la casa donde en 1916 va a nacer Modesta Bor.
        Juan Griego no tiene partida de nacimiento, es decir, no vino un conquistador a decir, como en el caso de las ciudades grandes: “Proclamo en el día de hoy, en nombre de Dios y del rey, que en adelante esta orilla de playa se llamará...”. No se sabe en qué día comenzó a formarse porque se presume que Juan Griego se formó a partir de una sola persona que decidió hacer un rancho —o quién sabe si una casa grande— en algún punto de la bahía... y nadie se lo impidió.
        Esta persona se llamaba, precisamente, Juan Griego: su nombre era Juan y su apellido era Griego. Había llegado a Margarita con dos hermanos y se ganaban la vida de una manera más bien indigna y reprochable, pero, con la excepción de Bartolomé de las Casas, en esa época eso era lo que hacía todo el que ponía el pie en América. Juan, Antonio y Fernando Griego, hijos de Alonso e Inés, sevillanos, traficaban con esclavos negros e indios. Los traían y llevaban a Santo Domingo, y los llevaban y traían a Margarita según hiciera falta. A Juan, que según el Archivo General de Indias salió de su ciudad natal en 1539, parece haberle gustado la arena y la luz de la bahía y se estableció ahí. Siendo traficante de esclavos, debe haber hecho dinero, y por tanto debe haber tenido servidumbre. No se sabe si tuvo descendientes, pero si los tuvo, que es lo más probable, deben haberse apropiado terrenos a lo largo de la playa y tierra adentro. Y deben haber heredado también sus esclavos y barcos negreros. Los sirvientes libres de Griego deben haberse construido también humildes viviendas cerca de la casa del amo. Y al morir él, todos ellos y sus descendientes deben haberse quedado en la bahía.
        Y así, creciendo muy lentamente, deben haber pasado cien años, doscientos. Y entonces construyeron un par de calles. Y una plaza. Y un muelle, que en 1816 estaba ahí para recibir a Simón Bolívar, que venía de Haití. Y un fuerte militar. Y mucho más tarde, en 1863, la iglesia. Y después, el edificio del Concejo Municipal. Y al contrario de lo que pasa en las ciudades normales, ninguno de ellos está alrededor de la plaza, que no se llama Bolívar sino Arismendi.
        En este Juan Griego, silencioso y asaetado por el sol, crecieron el Mestro y Chica. Quién sabe si entre los niños y adultos que esta mañana posan para el fotógrafo estén ellos, quién sabe si ya se conocen o si ese niño que se apoya en el árbol es él. Probablemente se casaron en esta iglesia y bajo este sol tuvieron a sus hijos, tantos hijos como las arenas de la playa, que somos nosotros.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Facunda







Facunda Bautista LÁREZ MORENO
(Juan Griego, 24 jun. 1917 / Juan Griego, 7 sep. 1998)
Cuarta hija de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)
y Francisca Josefa MORENO (1891-1966)


        Mi tía Facunda nació el día de san Juan, el que bautizó a Cristo, y fue enterrada el día de la Virgen del Valle, su madre. Si se hubiera dado cuenta de eso, habría comentado: “Dios es el hombre más inteligente del mundo”. La historia de mi tía se puede escribir entrecomillando una tras otra los cientos de frases singulares que decía todos los días. Nada tiene de extraño, porque su nombre significa, precisamente, ‘fácil y desenvuelto en el hablar’.
        En esta foto, aún no es demasiado mayor, está lúcida y conserva su alegría. No sé quién es el bebé, pero aquí se la ve, gracias a Dios, rotundamente sonriente frente un aspecto de la vida que nunca le sonrió: el de la maternidad. Mil veces la oí, en esta misma casa, contar de su viaje “a Demerara, la Guayana Inglesa” para probar tratamientos que le permitieran tener hijos —todos infructuosos—. El hospital, las enfermeras, lo que comía y bebía, los árboles, la luz, los carros, todo lo describía. A veces, cuando comprendía que era un asunto serio, yo sólo hacía alguna pregunta.
        La primera vez que ella se tomó en serio mis bromas fue cuando yo estaba como en quinto grado. Llegué con mi mamá a su casa del final de la calle La Marina, y ella, siguiendo la costumbre de su niñez, me hizo la señal de la cruz y me extendió la mano para que se la besara. Yo recordaba haberlo hecho antes, pero esa vez pensé en hacerle una travesura nueva: me incliné para besarle la mano, pero en lugar de los labios, le puse los dientes. Ella retiró la mano rápidamente y, con los ojos desorbitados, me acusó con mi mamá, mientras yo me reía.
        Cuando tuve la edad en que, según ella, uno podía tomar café, me permitió ir a su cocina y servírmelo yo mismo, pero pronto comencé yo a provocarla sentándome junto a ella en su jardín, taza en mano, revolviendo el café con un lápiz. Entonces iniciaba su retahíla de consejos: “Estás jugando con la leche del chivo, Agardo, mira que esa vaina que le ponen a los lápices para escribir es veneno”.
        Cuando murió Alejandro, su esposo, cuya vida contaba todos los días de cabo a rabo, nada volvió a ser lo mismo para ella. El mundo se le volvió espinoso, y yo me hice más y más fastidioso para su ojo de abuela sin nietos. “Córtate el pelo, muchacho, ¿no te da vergüenza?, ¡¿cómo Miriam te deja salir así pa la calle?!, voy a hablar con Juanita pa que te ponga remedio, ¡amárrate los zapatos, sinvergüenza!, ponte pantalones largos, por el amor de Dios y de la Virgen, ¡que ya no eres un bebé de pecho!”. Ahora lo pienso y creo que no hacía bien en decirle en medio de aquella catarata de correcciones: “Tía, hace una semana que no me baño, ¿pa qué me voy a cambiar los pantalones?”. Entonces me lanzaba: “Mejor hubiera parido Miriam un caldero, lo estaría alquilando, pobre mujer, ¿este es el que la va a sacar de abajo? ¡Mejor está el padre en Roma, aunque no coma!”.
        Yo crecí jugándole bromas a mi tía Facunda, quizá alguna vez se me pasó la mano y en casi todas consumí toda su paciencia. Nuestra relación fue así hasta que, ya adulto yo, comprendí que sus pensamientos habían perdido la señal que la conectaba con los que la rodeábamos. De cuando en cuando me acuerdo de tantos episodios, y me dan ganas de aparecerme en su casa, sentarme con ella a mirar la tarde de Juan Griego, escuchar sus correcciones desesperadas: “¡No revuelvas el café con el lápiz, hijo er diablo, te vas a envenenar!”. Y con los ojos ya húmedos, río y río y río con su memoria, como en los viejos tiempos.

lunes, 10 de agosto de 2020

David






David Luis LÁREZ
(Juan Griego, 26 jun. 1959)
Segundo hijo de Luisa Magdalena LÁREZ MORENO (1931-2005)




        El muchacho calvo y con lentes que aparece en esta foto es quizá el descendiente más famoso de Andrés Avelino y Francisca Josefa. Es por lo menos el único que aparece en la historia del cine venezolano. En 1978, mi primo David participó en la película Simplicio, dirigida por Franco Rubartelli, que, según algunos críticos, fue la más taquillera de ese año en toda Venezuela.
        Yo apenas recuerdo vagamente el momento de gloria de Simplicio, pero en mi casa se vivió la alegría de saber que alguien de nuestra familia había hecho algo importante y que estaba siendo reconocido por ello. Todos querían ir a ver Simplicio, para ver en la pantalla grande a David, todo comentaban sobre los escenarios de Margarita, todos decían con orgullo que ahora teníamos un primo artista.
        Mi abuela sentía un cariño grande por David. Todos los sábados, después de ir al cementerio, pasábamos por su casa, que era también la de ella y la de todos. Mi tía Luisa fue la única que vivió siempre y murió en aquella casa, la Casa de los Viejos, y ahí crió a sus hijos: Salvador, David y Simón. La fe que le tenía mi abuela a los estudios la hacía animarlo a no abandonar la escuela. De hecho, en primer año de bachillerato fue su representante en el Liceo Juan de Castellanos.
        El éxito de Simplicio fue seguido por el de Tiznao (1983, de Dominique Cassutto y Salvatore Bonnet), que, sin embargo, no fue tan grande como merecía. “Hubiera sido mayor”, me dijo David el mes pasado, “si no hubiera coincidido con E.T.; pero a pesar de eso ganamos premios en Venecia y en San Sebastián”.
        David siguió trabajando con Rubartelli en publicidad, que era su nación de origen. En 1986, la grabación de un comercial de American Express los trajo otra vez a Juan Griego junto con una de las mujeres más bellas del mundo de la moda: Margaux Hemingway, nieta del famoso autor de El viejo y el mar. Yo presencié, cerca de El Bajo, la filmación del breve segmento final en que Margaux va en un descapotable que se detiene a la orilla de la playa, ella se levanta y voltea para decirle a la cámara, tarjeta en mano: “American Express, nunca salga sin ella”.
        David nunca supo que entre la gente que aquella tarde curioseaba la inusual escena desde la Lonja Pesquera estaba yo, que no intentaba verlo a él trabajar sino a la hermosa nieta de Ernest Hemingway.


martes, 28 de julio de 2020

Juanita







Juana Evangelista LÁREZ MORENO

Juan Griego, 16 may. 1921 / Juan Griego, 21 sep. 2008

Sexta hija de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)

y Francisca Josefa MORENO (1891-1966)




Esta mujer no fue nunca a la escuela, pero era una incansable promotora de la educación. ¡A cuántos de nosotros nos dijo durante su vida: “No dejes de estudiar, mijo, que eso es lo único que te vas a llevar a la tumba”! Cuando yo estaba en bachillerato, si mis hermanos y yo estábamos estudiando, éramos intocables para ella, lo hacía todo con tal de no interrumpirnos.

Ella fue mi representante durante mi primer año en el liceo. De eso, sólo no me agradaba que se la llevaba bien con mi profesor-guía, que era un dictador. Ella me llevó también a Caracas cuando tuve que inscribirme en la universidad. Y ahora, cada vez que paso frente al Aula Magna, la veo parada junto a los jardines, esperando con la paciencia de un santo que yo terminara de inscribirme. Después de eso, aunque yo iba a estudiar Idiomas, me llevó a la Facultad de Medicina para que viera donde había estudiado Miguel Rafael.

Una mañana estaba yo en el parque de mi preescolar y de repente, no sé cómo, miré para la izquierda y vi que ella venía del mercado. Yo miré a mi maestra, que estaba junto a mí, y me hizo señal de que podía ir a saludarla. Corrí a la cerca y ella se detuvo y puso la bolsa en el suelo y me dio una mandarina. Cuidadosa de que pudieran llamarme la atención, me pidió que regresara con los demás niños y me aconsejó que le preguntara a la maestra si podía comerme la mandarina antes del almuerzo. Yo recuerdo mil historias de mi vida en la escuela y mil historias con esta mujer, pero ese es el recuerdo más tierno que tengo, porque aquella mañana fue como un milagro para mí: por lo menos ese día, yo era el único niño cuya abuela había pasado por el parque de la escuela… ¡y le había regalado una mandarina!

Esta foto es particular porque en ella tiene todos los cabellos negros. Tiene la misma mirada de siempre, y sus labios por instantes parecen tristes, por instantes casi sonríen. La veo con ese vestido sin mangas, con el pelo casi por los hombros, juvenilmente delgada, y la imagino caminando por la calle La Marina, saludando a la gente, respirando el olor del mar y sueño que si, haciendo un viaje en el tiempo, me apareciera en su camino, con aquella mandarina en la mano, ella me reconocería y me abrazaría.

Y entonces le doy gracias a Dios por su existencia.