Edgardo Malaver
Fue la primera vez que Gallegos llegó después que Dante.
Desde la puerta del bar lo vio leyendo el periódico, fascinado como quien come
un majar recién descubierto. Un borracho que se sentaba a la derecha de la
puerta y parecía atender cuidadosamente las noticias matutinas de la radio miró
al escritor como tratando de recordar de dónde lo conocía; Gallegos pensó que,
al andar en mangas de camisa sin sombrero y sin corbata, si no pronunciaba
palabra delante de él no lo reconocería; el hombre volvió la mirada hacia el
anciano que leía el diario, pero en este caso no dio señales de que le
pareciera conocido.
El presidente se acercó a Dante, que esperaba junto a la
ventana del otro lado del pequeño restaurant y, sentándose, le dijo en voz
baja:
—No tengo mucho tiempo, maestro.
El poeta levantó con dificultad la mirada del periódico, pero
cuando reconoció a Gallegos, exclamó:
—¡Amigo...! ¡Cuánto me contenta verlo otra vez!
—Baje la voz, maestro —le rogó don Rómulo poniéndose la mano
izquierda en el pómulo para que el borracho no siguiera viéndolo.
—Pero actúa usted como si estuviera huyendo de los gibelinos.
—¡Ja...! Ojalá fueran gibelinos, pero da lo mismo. Los
militares y los gomecistas en general no están contentos. Los informantes de mi
jefe de escoltas dicen que están preparando algo en contra mía, pero no le dicen
cuándo puede estallar.
—¿Gomecistas?
—Enemigos, maestro, enemigos. Son mis propios gibelinos, en
esta mi propia Florencia.
—Hace tres días era su pequeña Venecia, ahora es su propia
Florencia.
Gallegos sonrió.
El mesonero sirvió, como todas las mañanas, dos tazas de café
sin mirar a los dos amigos.
—¿Por qué tiene tan terribles enemigos, mi estimado Rómulo?
Gallegos miró por la ventana. Sus ojos se detuvieron en el
Arco de la Federación, alto y blanco entre los árboles, que se dejaban
acariciar por el viento. En su imaginación, como todas las mañanas desde hacía
una semana, comenzó a tejerse una historia que nacía en el Arco de la
Federación, discurría alrededor de la Iglesia de la Candelaria y concluía, una
noche de disparos y sombras castrenses, en un bar de la esquina de Piñango,
donde se encontraba entonces con el viejo poeta. Beatriz trepaba hasta la cima
del arco y exigía a gritos desde ahí el fin de las disputas, la extinción de
los pusilánimes, el triunfo de la belleza sobre la ignorancia. En un episodio
que vendría después de la batalla final...
—¡Rómulo! —lo interrumpió Dante.
—...quedó tan abatido el
orgullo del demonio —comenzó a recitar Gallegos, volviendo la mirada a
su amigo—, que dejó caer el arpón a sus plantas, y dijo a los otros: “Que no
se le haga daño”. Y mi guía a mí: “¡Oh, tú, que estás agazapado tras de las
rocas del puente! Ya puedes llegar a mí con toda confianza”. Entonces eché a
andar, y me acerqué a él con prontitud, pero los diablos avanzaron, de modo que
yo temí que no observaran lo pactado; así vi temblar en otro tiempo a los que
por capitulación salían de Caprona, viéndose entre tantos enemigos...
—En la lengua de la antigua
y agreste Castilla no reconozco a los trovadores con tanta facilidad como
vuestra merced, le ruego que me perdone —y, pasando una página de El
Nacional, agregó—: Usted aparece mucho en este libro. Dígame, ¿es un hombre
muy principal en este reino? Lo nombra tanto el poeta que escribe, que da señas
de no pensar en otra cosa. Y colijo que estuviera usted en una situación
delicada.
En ese instante, un ruido
repentino en la calle sobresaltó a Dante. Algunos de los hombres que
desayunaban se asomaron a las ventanas del frente.
—¡¿Qué fue ese ruido tan espantoso?!
—Creo que fue un disparo. Y creo que vino de palacio.
—¿Palacio? ¿No dijo usted que no había rey en este reino?
El borracho lanzó un grito sollozante pidiendo otra cerveza y
que le subieran el volumen a la radio. “¡Y viva el Benemérito, caraj...!”.
En la radio, un narrador de noticias mencionaba las
diferentes hipótesis acerca de la información oficiosa de que no se conocía el
paradero del presidente de la república. Don Rómulo y el borracho se miraron.
Ninguno de los dos dijo palabra alguna, pero el borracho se levantó y salió
apresurado del bar.
—No lo hay, y ojalá nunca
lo haya, maestro. Oh, criatura graciosa y compasiva que nos visitas por
el aire perso a nosotras que el mundo ensangrentamos; si el rey del mundo fuese
nuestro amigo, rogaríamos de él tu salvación, ya que te apiada nuestro mal
perverso.
—Usted recita unos versos,
amigo Rómulo, que me hacen recordar a los viejos bardos de mi bien amada
Florencia.
El comentario no borró el
desánimo de los ojos del presidente. Volvió a fijarse en el Arco de la
Federación, pero Dante le pidió que siguiera recitando para acostumbrar su
lengua extranjera a ese nuevo sabor, a un tiempo dulce y seco, que le entregaba
la taza de café.
Observando que el otro no
se decidía, el propio Dante dijo:
—Ond’ei, ch’avea lacciuoli
a gran divizia, rispuose: “Malizioso
son io troppo, quand’io procuro a’ mia maggior trestizia”.
Entonces se miraron con una
mirada que parecía un saludo en el tiempo, de poeta a poeta, sin delaciones ni
armas puntiagudas que les mataran la luz, sin infierno y sin ministros, y ambos
pensaron al unísono en Virgilio.
El silencio que rodeaba la pequeña mesa se rompió por causa
de otro disparo que venía de más cerca que anterior. El borracho volvió a
entrar en el bar. Gallegos volvió a mirar por la ventana buscando el arco, pero
un cuerpo vestido de verde oliva se interpuso entre él y el monumento. Él
levantó la mirada y reconoció al sargento Carpio Salas, su jefe de escoltas,
encargado aquella mañana personalmente de su seguridad. Sin embargo, el militar
no tenía ahora el semblante asustado de los otros días en que su superior había
logrado evadir sus ojos omnipresentes para ir al bar de Piñango a tomar café
con aquel anciano vestido de rojo como un soviet. El rostro de Carpio
Salas ahora tenía esculpida la dureza de los pensamientos turbios y adversos.
El escritor se levantó y se despidió de su amigo. Antes de
que llegara a la puerta, Dante lo llamó y don Rómulo volteó con la mano puesta
sobre la cerradura de la puerta. El anciano le dijo:
—Mejor es que vuelva a dedicarse a la poesía, amigo mío, que
vuestra merced no es güelfo ni gibelino.
Gallegos salió y un militar lo agarró por el brazo derecho
como para obligarlo a entrar en el Mercury negro del 47 que esperaba en la
acera y donde había otros oficiales. Gallegos forcejeó con el militar y le dio
un empujón a su guardaespaldas, que acababa de entrar en la escena. Hizo ademán
de querer irse a pie, pero inmediatamente lo rodearon cinco hombres que lo
introdujeron a la fuerza en el automóvil.
Cuando el carro arrancó, el borracho, sonriente y preñado el
pecho de orgullo patriótico, le preguntó al muchacho que atendía la barra:
—¿Ese era Andrés Eloy?
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