sábado, 2 de agosto de 2014

Rómulo

Edgardo Malaver

 

 

 

        Fue la primera vez que Gallegos llegó después que Dante. Desde la puerta del bar lo vio leyendo el periódico, fascinado como quien come un majar recién descubierto. Un borracho que se sentaba a la derecha de la puerta y parecía atender cuidadosamente las noticias matutinas de la radio miró al escritor como tratando de recordar de dónde lo conocía; Gallegos pensó que, al andar en mangas de camisa sin sombrero y sin corbata, si no pronunciaba palabra delante de él no lo reconocería; el hombre volvió la mirada hacia el anciano que leía el diario, pero en este caso no dio señales de que le pareciera conocido.

        El presidente se acercó a Dante, que esperaba junto a la ventana del otro lado del pequeño restaurant y, sentándose, le dijo en voz baja:

        —No tengo mucho tiempo, maestro.

        El poeta levantó con dificultad la mirada del periódico, pero cuando reconoció a Gallegos, exclamó:

        —¡Amigo...! ¡Cuánto me contenta verlo otra vez!

        —Baje la voz, maestro —le rogó don Rómulo poniéndose la mano izquierda en el pómulo para que el borracho no siguiera viéndolo.

        —Pero actúa usted como si estuviera huyendo de los gibelinos.

        —¡Ja...! Ojalá fueran gibelinos, pero da lo mismo. Los militares y los gomecistas en general no están contentos. Los informantes de mi jefe de escoltas dicen que están preparando algo en contra mía, pero no le dicen cuándo puede estallar.

        —¿Gomecistas?

        —Enemigos, maestro, enemigos. Son mis propios gibelinos, en esta mi propia Florencia.

        —Hace tres días era su pequeña Venecia, ahora es su propia Florencia.

        Gallegos sonrió.

        El mesonero sirvió, como todas las mañanas, dos tazas de café sin mirar a los dos amigos.

        —¿Por qué tiene tan terribles enemigos, mi estimado Rómulo?

        Gallegos miró por la ventana. Sus ojos se detuvieron en el Arco de la Federación, alto y blanco entre los árboles, que se dejaban acariciar por el viento. En su imaginación, como todas las mañanas desde hacía una semana, comenzó a tejerse una historia que nacía en el Arco de la Federación, discurría alrededor de la Iglesia de la Candelaria y concluía, una noche de disparos y sombras castrenses, en un bar de la esquina de Piñango, donde se encontraba entonces con el viejo poeta. Beatriz trepaba hasta la cima del arco y exigía a gritos desde ahí el fin de las disputas, la extinción de los pusilánimes, el triunfo de la belleza sobre la ignorancia. En un episodio que vendría después de la batalla final...

        —¡Rómulo! —lo interrumpió Dante.

        ...quedó tan abatido el orgullo del demonio —comenzó a recitar Gallegos, volviendo la mirada a su amigo—, que dejó caer el arpón a sus plantas, y dijo a los otros: “Que no se le haga daño”. Y mi guía a mí: “¡Oh, tú, que estás agazapado tras de las rocas del puente! Ya puedes llegar a mí con toda confianza”. Entonces eché a andar, y me acerqué a él con prontitud, pero los diablos avanzaron, de modo que yo temí que no observaran lo pactado; así vi temblar en otro tiempo a los que por capitulación salían de Caprona, viéndose entre tantos enemigos...

        —En la lengua de la antigua y agreste Castilla no reconozco a los trovadores con tanta facilidad como vuestra merced, le ruego que me perdone —y, pasando una página de El Nacional, agregó—: Usted aparece mucho en este libro. Dígame, ¿es un hombre muy principal en este reino? Lo nombra tanto el poeta que escribe, que da señas de no pensar en otra cosa. Y colijo que estuviera usted en una situación delicada.

        En ese instante, un ruido repentino en la calle sobresaltó a Dante. Algunos de los hombres que desayunaban se asomaron a las ventanas del frente.

        —¡¿Qué fue ese ruido tan espantoso?!

        —Creo que fue un disparo. Y creo que vino de palacio.

        —¿Palacio? ¿No dijo usted que no había rey en este reino?

        El borracho lanzó un grito sollozante pidiendo otra cerveza y que le subieran el volumen a la radio. “¡Y viva el Benemérito, caraj...!”.

        En la radio, un narrador de noticias mencionaba las diferentes hipótesis acerca de la información oficiosa de que no se conocía el paradero del presidente de la república. Don Rómulo y el borracho se miraron. Ninguno de los dos dijo palabra alguna, pero el borracho se levantó y salió apresurado del bar.

        —No lo hay, y ojalá nunca lo haya, maestro. Oh, criatura graciosa y compasiva que nos visitas por el aire perso a nosotras que el mundo ensangrentamos; si el rey del mundo fuese nuestro amigo, rogaríamos de él tu salvación, ya que te apiada nuestro mal perverso.

        —Usted recita unos versos, amigo Rómulo, que me hacen recordar a los viejos bardos de mi bien amada Florencia.

        El comentario no borró el desánimo de los ojos del presidente. Volvió a fijarse en el Arco de la Federación, pero Dante le pidió que siguiera recitando para acostumbrar su lengua extranjera a ese nuevo sabor, a un tiempo dulce y seco, que le entregaba la taza de café.

        Observando que el otro no se decidía, el propio Dante dijo:

        Ond’ei, ch’avea lacciuoli a gran divizia, rispuose: “Malizioso son io troppo, quand’io procuro a’ mia maggior trestizia”.

        Entonces se miraron con una mirada que parecía un saludo en el tiempo, de poeta a poeta, sin delaciones ni armas puntiagudas que les mataran la luz, sin infierno y sin ministros, y ambos pensaron al unísono en Virgilio.

        El silencio que rodeaba la pequeña mesa se rompió por causa de otro disparo que venía de más cerca que anterior. El borracho volvió a entrar en el bar. Gallegos volvió a mirar por la ventana buscando el arco, pero un cuerpo vestido de verde oliva se interpuso entre él y el monumento. Él levantó la mirada y reconoció al sargento Carpio Salas, su jefe de escoltas, encargado aquella mañana personalmente de su seguridad. Sin embargo, el militar no tenía ahora el semblante asustado de los otros días en que su superior había logrado evadir sus ojos omnipresentes para ir al bar de Piñango a tomar café con aquel anciano vestido de rojo como un soviet. El rostro de Carpio Salas ahora tenía esculpida la dureza de los pensamientos turbios y adversos.

        El escritor se levantó y se despidió de su amigo. Antes de que llegara a la puerta, Dante lo llamó y don Rómulo volteó con la mano puesta sobre la cerradura de la puerta. El anciano le dijo:

        —Mejor es que vuelva a dedicarse a la poesía, amigo mío, que vuestra merced no es güelfo ni gibelino.

        Gallegos salió y un militar lo agarró por el brazo derecho como para obligarlo a entrar en el Mercury negro del 47 que esperaba en la acera y donde había otros oficiales. Gallegos forcejeó con el militar y le dio un empujón a su guardaespaldas, que acababa de entrar en la escena. Hizo ademán de querer irse a pie, pero inmediatamente lo rodearon cinco hombres que lo introdujeron a la fuerza en el automóvil.

        Cuando el carro arrancó, el borracho, sonriente y preñado el pecho de orgullo patriótico, le preguntó al muchacho que atendía la barra:

        —¿Ese era Andrés Eloy?


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