domingo, 31 de agosto de 2014

Julio Ramón

Edgardo Malaver



     El carrusel no encendió sino cuando llegó Julio Ramón. Él se subió al carrusel, y fue entonces cuando comenzó la gritería de todos los niños.

sábado, 30 de agosto de 2014

Rosauro

Edgardo Malaver



23 de julio
            Hoy estuve en Altagracia. Ya había comentado antes que pueden fastidiarme estas ceremonias. Tiene que pasar algo extraordinario —ah, sí, claro, algo extraordinario, que se cumpla el propósito de la educación, ¿qué más pide uno?— para que, después de llegar a casa no me arrepienta de haber aceptado ir a presenciar cómo siempre vamos para atrás. Todos juntos, ni siquiera son unos cuantos entre miles, somos todos, y todos juntos y en comparsa.
            Acepté ir esta vez porque Héctor Rojas, que fue mi alumno, no podía contener más la energía de su entusiasmo, y porque Felipe Rosas, que fue mi compañero de bachillerato, lo apoyaba con esa parquedad desabrida de Felipe que a veces parece indiferencia, pero que en el fondo es una columna que sostiene a los que confían en él. Sólo les pedí que no me hicieran esperar demasiado, que no me dejaran una hora, dos, tres, sentado frente a la gente, como si fuera yo un viejo venerable al que sólo se puede exhibir porque es demasiado sabio para conversar con él. Les pedí que abreviaran la ceremonia, pero que, más que eso, la aprovecharan como una oportunidad didáctica para que los niños no se fueran de la escuela sin haber aprendido algo. “Si eres capaz de atraer su atención a pesar del ruido, de las ganas de jugar, del deseo de portarse mal sólo porque sus padres están presentes, ya eres maestro”, repitió Héctor, como quien repite en salmo.
            —No te puedes quejar, compañero—intervino Felipe, sacándose la pipa de la boca—. El muchacho te cita de memoria.
            —Gracias al Señor, ya no es un muchacho.
            Acepté, entonces, para no decepcionar a Héctor y para no hacerle un desaire a Felipe, que es el director de la escuela.
            Esta mañana, después de desayunar, me di cuenta de que no había escrito el discurso. Por más sencillo que fuera a ser el acto, no podía ser yo, que había pedido que lo fuera, el que desentonara. Me tardé poco más de una hora en escribir tres cuartillas y llamé a María Lucía para que viniera en la tarde a llevarme a Altagracia. Como a las tres, me llamó para decirme que no podía venir pero que me enviaba a su yerno para que me llevara. El muchacho se llamaba Andrés. Conducía muy bien. Llegamos en poco tiempo, o así me pareció a mí, porque Andrés resultó ser el mejor conversador que he conocido en veinte años, de modo que el viaje fue placentero.
            En la escuela de Altagracia, que lleva el honroso nombre de José Cortés de Madariaga —y lo tienen escrito un rótulo hermoso de aquellos de los tiempos de Pérez Jiménez, pulido hoy y adornado con flores blancas y rojas para la promoción—, me tropecé primero con un portero que me reconoció y quiso que yo hablara con el gobernador para interceder por un hijo suyo que no encuentra empleo. Anoté su nombre y el de su hijo, pero le dije que no podía prometerle nada.
            Unos pasos más adelante, estaban unas muchachas jóvenes, que no hacían más que reírse, con lo cual sospeché que eran maestras recién salidas de un horno. Cerca de la oficina de Felipe, la primera a la izquierda, un grupo de niños vestidos de pulcros pantalones azules y esplendorosas camisas blancas hacían algo como ensayar una obra de teatro. Como había llegado temprano, decidí sentarme a mirarlos, tratando de no perturbarlos, hasta que alguien me reconociera y le avisara a Felipe.
            Uno de los niños pareció molestarse con los demás porque éstos no respetaban estrictamente el orden de los parlamentos. Se sentó junto a mí, con el libreto entre manos. Le pregunté qué obra iban a representar y me contesto orgulloso:
            —La esquina del miedo.
            —Ah, Rengifo —dije yo.

            —Sí. Pero ellos no se lo han aprendido y dicen lo que les parece, se saltan unas partes, y luego no se entiende lo que pasa en la obra.

martes, 26 de agosto de 2014

Julio

Edgardo Malaver




            Un día, cuando tenía unos doce años, leyendo un libro de H.G. Wells en un parque cerca de su casa, Julio Cortázar levantó la vista y vio venir hacia él al hombre invisible. El desconocido llegó a pie desde la estación del ferrocarril. Llevaba en la mano bien enguantada una pequeña maleta negra. Iba envuelto de los pies a la cabeza, el ala de su sombrero de fieltro le tapaba todo el rostro y sólo dejaba al descubierto la punta de su nariz. El muchacho no le despegaba los ojos.
            El hombre se sentó a su lado y puso la maleta entre los dos.
            —¿Libros? —preguntó Julio.
            El hombre invisible, moviéndose, los miró.
            —Sí, sí —dijo—. Son libros.
            —En los libros hay cosas extraordinarias —continuó Julio, como si estuviera recitando un texto aprendido tiempo antes, y empezó a hojear el libro hacia atrás.
            —Ya lo creo —dijo el otro.
            —Y también hay cosas extraordinarias que no se encuentran en los libros —señaló Julio.
            —También es verdad —dijo el hombre invisible, mirando a su interlocutor de arriba abajo.
            —En este libro... —añadió Julio, como si hubiera encontrado la página que buscaba—, en este libro se cuenta una historia sobre un hombre invisible, por ejemplo.
            —¡Qué barbaridad! ¿Y dónde ha sido eso, en Austria o en América?
            —En ninguno de los dos sitios —leyó el niño—. Ha sido aquí.
            —No me juzgues por esa escena. No podía permitir que Marvel se fuera a confabular con el marinero. No podía hacer otra cosa.
            El joven Cortázar cerró el libro al darse cuenta de que su extraño compañero se desviaba del diálogo original. Para intentar tenerlo a raya, le dijo:
            —Pero ahora somos tres los testigos.
            El hombre invisible, sin embargo, lo atajó:
            —Sólo uno. Ya no estamos en Iping.
            —Pero yo, como puede ver, no le tengo miedo, como Marvel. Y yo puedo verlo.
            —Está bien, hijo. Tú ganas. ¿Qué quieres?
            —¿Qué quiere usted?
            —En primer lugar, ese libro —el muchacho lo apretó contra su pecho—. En segundo, algo de ropa: me muero de frío.
            Julio sonrió.
            —Yo no tengo que contarlo lo que quiero a cambio.
            —No sé si puedo ayudarte.
            Julio miró hacia su derecha. Observó su casa, las rosas que cultivaba su madre, las señoras que pasaban al frente. Observó la puerta cerrada, la ventana de su cuarto, que había dejado abierta, la cantidad de luz que incidía sobre la calle.
            —No le quedan muchos minutos para decidirse. Mi madre pronto va a llamarme para que vaya a comer.
            El hombre invisible se levantó y se quitó el sombrero. Lo puso sobre los libros y le dijo al niño:
            —Acepto.
            —¿Y cómo...?
            —Mira los libros.
            No se había dado cuenta, pero el sombrero había invisibilizado los libros. Asombrado, Julio miró otra vez al hombre invisible, que comenzaba a convertirse en una leve sombra sobre el verde de los árboles.
            —Es decir...
            —¡Sí! ¡Apúrate, sólo tenemos unos segundos!
            Julio comenzó a quitarse la camisa. Después de unos segundos, el hombre invisible estaba totalmente vestido y el muchacho, casi desnudo, se puso el sombrero. Luego se apresuró a echarle mano a su libro de Wells, y, dándole la mano al su interlocutor, comenzó a caminar a hacia su casa.
            —Espera —llamó el hombre invisible—, dejas algo.
            —No —dijo Julio—. Conserve su diario.
            Y lo vio seguir su camino hacia su casa, como flotando sobre la grama. Logró adivinar sus huellas hasta que no pudo distinguirlo más en el momento en que debía estar, quizá, cruzando la calle.
            Segundos después, la ventana de Julio se cerraba sin hacer ruido, como si una mano imperceptible la moviera desde adentro.

domingo, 24 de agosto de 2014

Jorge Luis

Edgardo Malaver


            Ah, caramba, no está en casa el doctor Borges. Dígale, por favor... ¿Usted es su hijo? Sí, señor. Bien, jovencito, dígale a su padre que hemos venido a felicitarlo por la traducción. Además... ¿Los señores desean entrar y esperarlo? Es probable que esté cerca de llegar. Bueno, tenemos asuntos que atender en lo que queda de mañana. Pero será un placer para mi madre atenderlos durante unos minutos, y a mi padre le alegrará el día verlos aquí al llegar. En lo que a mí respecta, puede quedarme unos veinte minutos. Muy bien, doctor Menotti, adelante. Bueno, yo... Venga, doctor, entusiásmese, que una charla con el doctor Borges siempre es agradable. Bienvenidos, señores, tomen asiento. Discúlpenme un instante mientras voy a dar aviso a mi madre. Muy bien, hijo, te esperamos. Oiga, Menotti, yo tengo que pasar por la notaría antes de las 12: de eso depende mi herencia. No se mortifique, Del Vecchio, ya llegará, eso es aquí mismo, a dos cuadras. Pero entienda que la segunda mujer de mi padre tiene un aboga… Del Vecchio, usted tiene el mejor abogado de Buenos Aires, que soy yo. Muchas gracias, doctor Fonseca, pero este retraso me pone nervioso. No, hombre, aquí todos somos abogados, hasta el padre de Gutiérrez es abogado, ¿no es cierto? Sí, señor. ¿Ve?, es cuestión de confianza. Ya verá usted cuando llegue Borges que habrá valido la pena. Además, amigo mío, amigos míos, el doctor Borges es el hombre indicado para... Buenos días, distinguidos caballeros. ¡Doña Leonor...! Buenos días, señora... Qué placer ver a tan bella dama... Déjeme besarle las manos... Caramba, qué honrada me siento. Parece que hubieran venido a verme a mí. Vinimos a saludar un instante a su letrado marido, pero los dioses son benevolentes con nosotros. Muchas gracias, doctor Menotti. Siéntense, por favor, ya he ordenado que nos traigan té. Sí, pero va a ser verdaderamente un instante, doña Leonor, porque algunos tenemos algunas diligencias urgentes... ¡Del Vecchio, por el amor de Dios! Doña Leonor, nosotros como amigos fidelísimos de su señor esposo, hemos decidido venir a presentarle nuestras felicitaciones por un excelente trabajo que apareció hoy en el diario, del cual nos ha hecho percatarnos el doctor Menotti. ¿Un trabajo de mi esposo? Pues bien, le haré llegar sus palabras. ¿No lo ha leído usted? No, doctor, he estado ocupada en la mañana de hoy. Fonseca, ¿tiene el diario por ahí?, ¿puede leernos algún fragmento especialmente atractivo de la traducción para que doña Leonor llene sus oídos del talento con el que Dios la unió en matrimonio? Claro que sí, doctor Menotti. Señora, está listo el té. Servilo, por favor. A nosotros nos parece que es una traducción exquisita. Da a la narración aportes que pueden ser senderos nuevos para entender al autor. Sí, ciertamente, yo creo que esta traducción enamora a lector con un lenguaje que en ocasiones pareciera naturalmente infantil, pero que sabemos que autor y traductor han elegido conscientemente para lograr esta consecuencia: el disfrute y el deleite de un cuento de hadas moderno. ¿No, señores? Ciertamente... Discúlpenme los señores, creo que quien llega es mi marido. Buenos días, querida. ¿Qué son esas voces? ¿Quiénes están ahí? Unos señores que han venido a felicitarte por un... Al final no sirvió de nada cambiar de periódico, volvieron a descubrirme, voy a tener que ponerme otro nombre. Georgie, hijo, ¿qué haces escondido detrás de esa cortina?

domingo, 17 de agosto de 2014

Vidiadhar

Edgardo Malaver

            Le emocionaba que su hermano Vidia que estudiaba en Oxford viniera a visitarlos en sus primeras vacaciones. Qué suerte que, además, su hermano cumpliera años durante las vacaciones. Al terminar la cena, le ha preguntado qué desea estudiar cuando sea grande. Y él no ha sabido que responderle porque la idea de lo que quiere ser es demasiado grande para caberle en la cabeza, es demasiado hermosa para dejarle en paz el corazón, demasiado íntima para contestar apenas le preguntan. Los labios del niño no se mueven porque él siente toda su sangre acelerarse y precipitarse por todo su cuerpo. Siente que se le calientan las orejas y le sudan las manos. Si estuviera de pie, necesitaría sentarse porque se le doblarían las rodillas. Su garganta se ha cerrado y su respiración se dificulta. Por fortuna, el padre hace un comentario sobre el plato que saborean y todos se ven en la necesidad de responder. La atención de la familia se centra ahora en el dictamen del padre acerca de la comida de la India, con lo cual el niño alcanza a respirar y volver a mirar las cosas con unos ojos que no huyen de nada.
            Más tarde, en la sala, junto a los estantes en que se agrupan los libros del padre, Shiva y Vidia se han sentado a conversar. Así lo llama el hermano mayor, porque para Shiva no es más que otra ocasión, auspiciada por su hermano, para sacarle información de algo que no ha podido averiguar de otra forma. Sabe que, aunque no lo admita, el niño lucha dentro de sí para hacer aflorar la respuesta a la pregunta de la cena, la pregunta que más le han hecho los adultos, lucha dentro de sí por encontrar a quién poder respondérsela en voz baja con la certeza eterna de que nunca habrá de saberlo nadie más. Ahora que “vuelve a conocer a su hermano”, ha oído su propia voz animándose a intentar que brote de su intimidad ese inasible secreto, que es más como una palpitación, más como una estremecimiento contenido que se le agolpa en la raíz de la lengua.
            —Entonces, Shiva, ¿vas a decirme o no lo que deseas estudiar cuando seas grande? —pregunta el hermano mayor, inclinándose un poco hacia la derecha sobre el sofá para hablarle más bajo al pequeño.
            —Lo que yo quiero ser de grande no se estudia.
            Eso se lo aclaraba todo a Vidia. No hacía falta que dijera ni una palabra más: él había sentido lo mismo a la misma edad; pero sabía que el niño —o más bien el fuego que lo incendiaba por dentro— necesitaba que le siguiera preguntando.
            —¿No se estudia? ¿Quieres ser zapatero?
            —No —respondió Shiva sonriendo.
            —Tienes razón, para ser zapatero hay que estudiar también —dijo, y sonrió a su vez—. ¿Quieres ser político?
            —No.
            Vidia se levantó con un movimiento rápido y caminó hacia uno de los estantes mientras se subía un poco los pantalones.
            —Ya sé, vas a ser banquero.
            —No.
            Buscó durante unos segundos un libro a la altura de su cabeza. Cuando lo encontró volvió a sentarse.
            —¿Tú sabes que Papá es periodista?
            —Sí. ¿Quieres ser periodista?
            —No.
            —Lo sé también. Mira, cuando yo tenía un poco más de edad que tú ahora, tuve esta conversación con Papá.
            El pequeño Shiva lo miró sorprendido, pero conservando el silencio. Algo le indicaba que si no interrumpía sabría más pronto la respuesta que deseaba hacer, ahora, él, a su hermano mayor.
            —Yo también tenía mucho miedo de decirle lo que quería estudiar. Sentía lo mismo que tú. Y, tal como te pasa a ti ahora, yo sentía en el pecho una agitación, una tormenta, un dolor que era bastante placentero, en realidad. ¿Me entien...? No, yo sé que me entiendes. ¿Verdad?
            —Sí.
            —Bueno, ese día, para ayudarme, Papá sacó este libro de la biblioteca y me dio un pedazo de papel y un lápiz. Y me dijo: “Escribe lo que quieres ser cuando seas grande y ponlo en este libro”. Y yo lo escribí y él abrió el libro al azar y yo puse el papel sin que él viera lo que decía. Era la página 121.
            El niño intentó ver el título para saber en qué libro buscar luego la página y saber lo que realmente quería estudiar su hermano mayor. Vidia le mostró la portada: era Robinson Crusoe, y continuó:
            —En la página 121, Robinson descubre que para hacer platos es bueno ponerlos al fuego. Dice: “This set me to studying how to order my fire”. Papá dice que es eso lo que tiene uno que hacer con el fuego que siente hacia un oficio. Hay que ordenarlo, calcularlo, dominarlo.
            Luego abrió el libro en la página 121 y sacó el pedazo de papel que había mencionado. Sin que el niño lo leyera, lo rasgó para darle la mitad a su hermano y devolvió su mitad al interior del libro. Le dijo:
            —Ahora escribe tú aquí lo que deseas ser de mayor.
            El niño lo hizo sin dudar un instante. El hermano mayor abrió el libro al azar y el otro puso su papel sin dejar que Vidia lo leyera.
            —Bueno, ahora tienes que leerlo para saber lo que yo escribí. ¡Y no te saltes las páginas!
            —Tú también, para saber lo que escribí yo.
            —Papá me lo ha leído —dijo Vidia devolviendo el libro; al voltear hacia el niño, agregó—: Pero ya sé lo que escribiste.
            —¡¿Cómo sabes?! ¡Hiciste trampa!
            —No, no, no. Sientes lo mismo que yo.
            El hermano mayor abrazó al más joven y salieron de la sala.

sábado, 16 de agosto de 2014

Charles

Edgardo Malaver



Querido Charlie:
            Lamento no haberte encontrado en casa. Me hubiera gustado conversar contigo sobre el favor que me pediste. Te dejo aquí la novela, que el editor amigo de mi padre no ha querido seguir leyendo. Ya sabes, demasiadas vulgaridades, dijo. Para serte honesta, totalmente honesta (porque yo soy tu amiga de veras), creo que no ha tenido otra razón para devolvérmela. Me entristece un poco eso, ¿sabes?, porque yo creía que iba a ser una gran novela. Iba a leerla la noche anterior a entregársela a Douglas, el editor, pero esa noche me fui a bailar con Sophie, mi amiga francesa que estaba desesperada por bailar con un americano, despedirse de la soltería en Estados Unidos, antes de irse a Francia a... despedirse eternamente de la soltería allá. Qué ligera es Sophie, ¿verdad? Me da risa, pero siempre parece más interesada en la fiesta, en el alcohol, en irse a la cama con americanos, sin importar sin son viejos o jóvenes, blancos o negros, bellos o feos. Pero es todo culpa tuya, Charlie, por hablarle de ese libro de Colingway. Ahora Sophie cree que tiene que regresar a París, a continuar la fiesta. No importa, yo no me molesto por esas menudencias, sólo me molestaría si te hubieras acostado con ella. ¿Te acostaste con ella, Charlie? Si lo hiciste, apresúrate a recoger tus bártulos, porque le meto fuego a todo en menos de un pensamiento.
            Pero ya basta, se me está acabando la hoja que me regaló el vendedor de cigarros (por favor, no te pongas celoso, que es un chiquillo de nada, lo del otro día no fue nada). Yo sólo quería que supieras que al editor no le gustó tu novela. Dice que desde el título en adelante es una porquería, es más, me preguntó si tenía una relación sentimental contigo y me siento mal por haberle mentido, pero la vida es así. Tuve que rogarle también que no le comentara a mi padre que le he llevado un manuscrito así. Se muere mi papá si sabe que escribes esas cosas. Yo no sé qué tienen de malo, si tú me has dicho que son las mismas cosas que hacemos en la cama.
            Ahora me voy, amor mío, tengo que ir con Sophie a su segunda despedida. Qué risa con esa chica, ¿verdad?
            Te amo, mi pequeño Charlie.

Linda



P.D.: Perdona si no he escrito bien el nombre de ese escritor que escribió el libro sobre París y la fiesta, no recuerdo bien tampoco el título. Perdona todos mis errores de ortografía.

viernes, 15 de agosto de 2014

Walter

Edgardo Malaver



            Apenas si pudo oír el ruido de la puerta antes de dormirse. A pesar de eso, oyó muy bien la orden del mayordomo del sultán, que logró en un instante y con una sola palabra que cientos de voces de mujeres que cacareaban en el harem callaran y sus cabezas se inclinaran en dirección a la puerta. El sultán entró sin mirar a nadie y a paso firme, seguido de su guardia.
            —Ordene el señor, que Alá guarde siempre —dijo el mayordomo bajando también la cabeza.
            —¡¿Dónde está Sherezade?! —tronó la voz del soberano.
            El rostro del sirviente se petrificó. La respuesta no gustaría a su señor y el pedido que le haría a continuación sería costosísimo para él. La salida más sencilla era contestar con la verdad.
            —Amable e indulgente comandante de los creyentes, Sherezade no vive en el harem.
            El sultán bajó la mirada y lo vio confundido. Inmediatamente caminó hacia la salida sin decir una palabra más y desapareció.
            Sherezade, por su parte, dormía tranquila en la casa de su padre. Nadie lo sabía, mucho menos el mayordomo del sultán, pero de esta manera había salvado su vida en las últimas doscientas veintisiete noches: huyendo, gracias al cansancio de la guardia de eunucos, a su lecho en el lar paterno y regresando discretamente antes del atardecer. Un  sirviente llegó sin aliento a la casa con la noticia de que el sultán deseaba ver a Sherezade y que nadie en el palacio había sabido dónde encontrarla. Nadie osó despertar a la muchacha, pero la mayor de las sirvientas le dijo al mensajero:
            —Dile al sultán que Sherezade no abrirá su boca durante el día. Ella sólo cuenta sus historias durante la noche y hasta él debe respetar esa norma.
            El muchacho abrió los ojos con temor. Exclamó:
            —¡Me matará a mí!
            —¿Sabe el sultán que viniste a chismear aquí?
            —No, no lo sabe.
            —Entonces, necio, no temas. ¡Guarda la lengua y conservarás la cabeza!
            En la tarde, el sultán se sentó temprano en su trono. No movía la vista de un solo punto: el pedazo de cielo que le dejaba ver la ventana. Esperaba a Sherezade, como todas las tardes.
            Sherezade llegó cuando apenas si escaseaba aún algún rayo de sol. Se sentó tal como lo hacía todos los días al sol poniente. Sin preámbulo, siguió contando la historia de la noche anterior desde el punto en que la había dejado:
            —“A pesar de mi desmayo”, dijo Simbad, “el importuno anciano se mantuvo siempre asido del cuello, y sólo separó un poco las piernas para que pudiera volver en mí. Cuando hube recobrado el sentido, me apoyé...”.
            —¡Un momento...! —rugió el sultán.
            —¿Qué acontece a mi amo y señor? —preguntó serenamente Sherezade.
            —¿Dónde estuviste durante el día?
            El sultán nunca le había preguntado semejante cosa, y mucho menos la había interrumpido con voz tan furiosa.
            —¿Deseas, amo mío, que detenga la narración de Simbad y te cuente la de un narrador de historias que un día tuvo que dejar de contar por causas ajenas a su deseo?
            El sultán comprendió de inmediato la amonestación que con la mirada le hacía la muchacha, y aplacó su ansia de saber si Sherezade había cometido algún desliz. Sin embargo, quiso saber de qué se trataba la historia del narrador de historias.
            —¿Falta mucho para terminar la historia de Simbad?
            —Sí, mi señor.
            —Entonces, te ordeno que me cuentes la historia que acabas de insinuar.
            Sherezade lo miró como esperando una palabra más. Él agregó:
            —Me gustaría, si no es demasiado pedir.
            Y ella continuó de buena gana:
            —En un lejano país, y también en un tiempo muy lejano aún, vivió un hombre de leyes que pretendía ser poeta.
            A lo lejos se oyó un ruido como de nudillos contra madera. Ninguno de los presentes pareció percatarse, sin embargo.
            —Un día, él y varios de sus amigos decidieron trabajar juntos en el negocio de los libros, trabajó mucho intentando acumular mucho dinero y al mismo tiempo escribir poesía sin revelar su verdadero nombre. Pero después de muchos años, después de alcanzar fama como como procurador y como juez, sin haber hecho fortuna en las letras y a punto de irse a pique en los negocios, murió su mujer, y el poeta, confiando en sus amigos, cometió el error de hacerse cargo de todas las deudas. Sin embargo, pronto se percató de que él estaba tan arruinado como los otros, y estuvo a punto de desesperarse. Una noche... —volvió a oírse el ruido de una mano que tocaba una puerta, pero esta vez sólo Sherezade detuvo su relato para buscar el origen del ruido. Al mirar al sultán, continuó—: Una noche, al irse a dormir, oyó que alguien tocaba la puerta de su casa, y sintió deseos de ir a abrirla, pero se quedó dormido. Soñó que una mujer contaba una larga historia y que, en su sueño, el visitante insistía tanto, que casi tumbaba la puerta. Ignoraba que el visitante venía a tocar a su puerta desde otras tierras y de otro tiempo, ya mucho antes idos, y que le traía la solución al problema qué él, por más que pensaba, no conseguía desentrañar.
            En este momento, ante el ruido de nudillos sobre madera, Sherezade detuvo su narración, ante la mirada sorprendida del sultán y los demás circunstantes, y se dirigió, como en aletargada, a la puerta de la estancia donde durante doscientas veintiocho noches había venido contando decenas de historias. Llegada a la puerta, la golpeó tal como antes había descrito que la golpeaba la persona que llamaba al poeta en su cuento. Golpeó tan fuerte y dando unos gritos tan alarmados e insistentes, que el sultán creyó que su sospecha de la tarde se confirmaba: Sherezade era víctima de un encanto que la hacía ir por todas partes como dormida y creerse las historias que contaba.
            Los golpes sobre la puerta y las voces que daba el visitante lograron que finalmente se levantara. Sin conciencia plena de lo que hacía, fue a abrir la puerta. Era una mujer.
            —¿Sir Walter Scott? —preguntó ella con timidez.
            —A su orden, señorita.
            —Sir Walter, le traigo la solución: utilice su propio nombre, firme usted mismo sus libros.
            A Scott se le confundieron las imágenes del presente y el pasado al mirar a la mujer. Aquel le pareció de repente un rostro conocido, pero tuvo la certeza de que no había hablado nunca con aquella mujer.
            —¿Yo la conozco, he hablado con usted recientemente?
            —Sí, señor: soy Sherezade.
            Y así despertó.

jueves, 14 de agosto de 2014

Orlando

Edgardo Malaver



            Estaba molesto. Arios... ¿Cómo era posible que su mente no tomara nunca otro camino? No podía evitar que su mente, con fastidiosa fidelidad, recurriera a la historia de Ariosto cada vez que se sentía así. Sin embargo, no era por eso que estaba molesto. Le molestaba tener que arriesgarse en un momento en que nadie sabía dónde estaba. Y seguramente era por una tontería tan grande que se arrepentiría y se enfurecería más que Orlando, el otro.
            Afortunadamente para su salud, terminaba comportándose siempre como Pablote. “Si pudiera tener un toro y llevarlo a todas partes para que no se metieran conmigo...”, se dijo entrando en el diminuto negocio de Juan Nepomuceno Durán, hijo de Policarpo, amigo de su padre.
            —Te atraparían más rápido, Orlando —dijo Durán al verlo abrir la puerta.
            —Caramba, no pierdes las malas costumbres —respondió Araujo, dándose cuenta de que, aunque él no había dicho ni una palabra, Durán no había perdido su facultad.
            —Voy de mal en peor.
            —Bueno, ya debes saber lo que quiero beber.
            Durán lo miró como reprochándole que no hubiera dejado la costumbre de beber tan temprano, pero se movió para servirle el trago, el mismo de cuando eran muchachos y mil veces se emborracharon, a espaldas de sus padres al principio, junto con ellos después de los dieciséis años.
            Orlando caminó hacia la mesa de la ventana que daba a la calle de atrás, que conducía, una cuadra más allá, a la casa donde se escondía. Había dormido poco, por lo que, a las siete de la mañana, lo mejor era un trago. Se daba cuenta de que era el primero en llegar al negocio de los Durán. El amigo que lo había citado ahí daba la mala señal de la impuntualidad.
            —¿No ha venido nadie hoy, Juan? —preguntó, pensando que no era necesario preguntar con precisión con quién esperaba encontrarse.
            —¿Tú ves a alguien? —respondió el otro—. No todos en Jajó son parientes tuyos, Araujo.
            —En realidad no queda ni uno. El último fue el León.
            Durán, que había terminado de servir el trago, rodeó la barra para ir a servírselo a Araujo. Pareció entusiasmarle un recuerdo:
            —¿Tú sabes que el León estuvo aquí dos días antes de morir?
            —Pero...
            —Claro que no, por Dios —dijo poniendo el trago en la mesa frente a su amigo y sentándose en la otra silla—, me lo contó mi abuelo.
            —¿Y era verdad lo de...?
            —Claro que sí, se las comía aquí también. A veces en Niquitao, a veces aquí, pero ni las que le hacían su mujer y sus hijas le gustaban tanto como las arvejas que preparaba mi abuela.
            —¿Y de veras...?
            —Pero claro... ¿Qué te pasa, Araujo? Todo eso es historia. Al viejo no le interesaba el poder, y mucho menos heredarlo de un tipo como Guzmán.
            —Es verdad, eso no se podía aceptar. Yo tampoco...
            —¿Cómo sabes? A todo el que está interesado en la política le interesa el poder. ¿Cómo sabes que no hubieras aceptado?
            Araujo pensó, mirando con fijeza el rostro de Durán, que quizá no era tan conveniente como le había dicho que una persona le leyera el pensamiento con tanta facilidad.
            —Pero nosotros somos amigos de la infancia, hombre —dijo Durán echándose hacia atrás en la silla.
            —Gómez y Castro también lo eran, y mira lo que hizo Gómez.
            Con la policía detrás de sí; intentando, noche tras noche, escribir clandestinamente en contra de un gobierno en el cual la fachada democrática era, para él, niño del pueblo que no puede esconder la verdad, como un traje recién tejido para el emperador; lejos de su familia y nadando todo el tiempo en el licor, Araujo sintió el escalofrío del peligro.
            —Sigues pensando que soy un peligro. ¿Yo cómo puedo ser un peligro para ti?
            —No pensé eso. Pensé que estoy en una posición muy débil.
            Durán hizo ademán de levantarse. Araujo lo agarró por un brazo para detenerlo.
            —No te levantes, Juan, que tengo semanas sin conversar con nadie.
            —Estoy acostumbrado a incomodar a la gente con este vicio mío de adivinarlo todo.
            —Si te dedicaras a la...
            —Todo lo que necesito saber de economía es cuánto cuestan los almuerzos.
            —Pero podrías...
            —No me hace falta tener más dinero, Orlando, ni vivir en otro lugar y mucho menos llamar la atención. Además, sí... ajá, ya me estaba yo preguntando de dónde te veía ese discurso capitalista. Y si tú... no, no digas eso, no soy ningún poeta.
            —Literalmente, no he dicho nada. No me dejas.
            Los dos voltearon al oír que se abría la puerta. Era una muchacha. Durán se levantó para ir a atenderla. Araujo miró por la ventana. Preguntándose qué habría sido del compañero de partido que le había rogado que se reunieran, que había insistido en que fuera en público “aprovechando que, tan lejos de la capital, no tenía que esconderse tanto”, para que tomara un poco de aire fresco... ¿La capital? En ese instante, la muchacha que acaba de entrar hablaba con Durán sobre Caracas.
            —¿Quién es ese hombre, Juan?
            —Es un amigo mío —dijo Durán desconfiado.
            —Parece caraqueño.
            —Es de Barinas.
            Araujo la miró mientras se tomaba un trago. Ella lo miró como intentando identificar qué le molestaba de él.
            —Listo, niña, aquí está tu vuelto. Hasta luego.
            —¿Qué? ¿Va a...?
            —No. Se va esta tarde para su pueblo.
            —Pero...
            —No lo sé, es amigo mío, pero no tengo derecho a preguntarle qué vino a hacer por aquí.
            Con los puños sobre el mostrador, la miró con ojos acusadores. Cuando ella le quitó la vista de encima a Araujo, la mirada de Durán le pesó tanto, que se fue sin siquiera contar el dinero que le acaba de poner en la mano.
            Durán corrió a la mesa de Araujo.
            —Esa niña es la hija de Marcos Machado, Orlando, tienes que irte.
            —¿Quién es Marcos Machado?
            —¡¿No te acuerdas?!
            —No —dijo Orlando, casi riéndose.
            —¿De qué te ríes?
            —Si no lo sabes tú, que adivinas...
            —El presidente del partido...
            —¡Marcos Machado!
            —Tienes que irte. La muchacha pensó que tenía que informar a su padre que aquí había un caraqueño, es decir, un extraño, un sospechoso.
            Araujo se levantó tomándose el resto del trago. Iba a decir algo, cuando el otro se lo impidió:
            —No te atrevas —dijo levantando el índice derecho—. No me debes nada. Mi padre no me perdonaría que no ayudara a un hijo de Sebastián Araujo.
            —Pero ¿adónde puedo irme?
            —Yo me iría al mismo lugar donde has pasado toda esta semana, pero si te vas a ir a otro lugar, no lo pienses delante de mí.
            Araujo apretó la mano del amigo y caminó con prisa hacia la puerta.
            —Araujo.
            Araujo volteó, con la cerradura en la mano.
            —Al final, el toro mata a Nolasco.

martes, 12 de agosto de 2014

Jacinto

Edgardo Malaver



Sale el actor por delante del telón, pausadamente.


            Yo no sé cómo se hace esto, pero ahora tengo que hacerlo. He hecho una apuesta. He apostado que puedo pasar tres minutos aquí parado frente a ustedes sin decir nada que tenga sentido y que no los haga reír, y resulta que no se me ocurre nada. Bueno, sí se me ocurre, pero todo lo que se me ocurre tiene sentido, es trascendental y golpea el espíritu de lo profundo que es. De modo que eso no lo puedo decir. Tengo una sola esperanza. Al ver el tamaño de mi desesperación los amigos con los que he hecho la apuesta se han compadecido de mí y me han hecho una concesión. Me han dicho: “Venga, Benavente, está bien, convengamos en que si los haces llorar antes de los tres minutos valdrá lo mismo que si logras tenerlos serios más allá de ese lapso. Y yo, estúpido, he aceptado. Por tanto, vamos a ver. De historias que les pueda contar, que me paso el día contando historias, porque ¿qué otra cosa hace un hombre de letras que contar historias, pues de contarles historias no se me ocurre ninguna. Sólo se me ocurre una y ya la he contado. Podría repetirla, si queréis, pero ya voy viendo que no, no está la masa para hacer bollos, ustedes no parecen muy... Sin faltar, mejor, ¿verdad? Me había preparado para contarles un cuento inmoral, pero ese que yo siempre cuento es tan conocido, que ni siquiera les va a dar risa. Me refiero a ese cuento en que sin contar yo nada y sin que digan ustedes nada ni se rían (vamos, que ya lo estoy logrando), queda claro que el público que asiste a este teatro... No, no, no, que yo prefiero perder la apuesta antes que insultar al respetable. Perdí. Y ahora salgo horrorizado de aquí.

lunes, 11 de agosto de 2014

Alex

Edgardo Malaver



            Hemos llegado a África. Alex parece otra persona. Respirar el aire de sus antepasados lo ha convertido en otro hombre. No, no se ha convertido en otro hombre. Se ha convertido en un espíritu. Camina con los pies de Alex, ve con los ojos de Alex, hasta lo he visto, en el avión, en el aeropuerto y ahora en el hotel, escribir con la mano derecha de Alex. Camina, como veo ahora que lo hace, con los pies de mi amigo Alex, pero ya no es él.
            Habiendo sido amigos desde que estábamos en la escuela primaria y habiendo trabajado juntos tantas veces, me había ilusionado pensando que un viaje en avión desde Nueva York hasta Gambia, haciendo tantas escalas en Europa y en África, sería una nueva oportunidad para saborear el delicioso arte de la conversación en que Alex y yo nos envolvemos cada tanto. Había pensado que nos contaríamos los más recientes acontecimientos de nuestras respectivas vidas cotidianas y familiares. Había imaginado que le contaría sobre mis nietos —y los suyos—, que han comenzado a nacer desde la última vez que tuvimos una ocasión como ésta para contarnos las inéditas sensaciones y los imperdonables deseos de consentir en lugar de corregir a los vástagos de nuestros vástagos.
            Sin embargo, es precisamente la familia la que ha convertido a este hombre más bien bajo de estatura pero más bien grueso de kilos en un ser leve como la hoja de un árbol. Ha sido su antiguo sueño —y antiguo en el más ancestral de los sentidos—, su sueño más íntimo y amado de descubrir la verdad sobre los antepasados de su familia los que lo han traído a esta tierra vasta y caliente. Ese sueño, largamente demorado y largamente enraizado en su mente y en su corazón, ahora lo ha convertido en un espíritu que camina por estas calles de África como si estuviera regresando del Purgatorio y encontrara en su reconquistado Paraíso la avenida de nubes que sus pies reclamaban desde que los siglos inventaron el tiempo. Mi amigo Alex camina por estas calles como si su sangre se hubiera convertido en éter, como si su respiración fuera la esperanza, como si sus manos contuvieran la armonía entre el pasado y el futuro de todos los hombres.
            Mañana emprenderemos el viaje a las entrañas de Gambia, donde Alex espera encontrar lo que ya parece haber encontrado: el origen de una historia que ha palpitado en su sangre desde que las piedras pueblan la tierra. Mañana comenzaremos a buscar la piedra filosofal de su existencia, que sin que en África y América nadie se lo hubiera propuesto, es también la piedra filosofal de la existencia de todos los que hemos nacido aquí y allá. Mañana partimos en busca de la cuna de Kunta Kinte.

domingo, 10 de agosto de 2014

Jorge

Edgardo Malaver



            —Bien, amigos, estamos de regreso en su programa Sin letras no hay paraíso, por Alfa-Beta FM, en el que disfrutamos hoy de la visita de don Jorge Amado, el escritor más querido de Brasil y de otros mundos. Bueno, don Jorge, ya vamos a terminar el programa.
            —Es una lástima.
            —Verdaderamente, porque hemos disfrutado muchísimo esta entrevista, ha sido provechosísimo y han quedado muchos puntos que nos gustaría haber tratado. Y hablando de cosas de las que nos falta conversar, en esta última parte del programa siempre nos dedicamos a responder preguntas que nos hacen los oyentes por Twitter, por mensajes de textos, etc. Las responde el invitado, claro. ¿Le parece?
            —Sí, sí, cómo no.
            —Muy bien, entonces tenemos la primera pregunta, que nos envía Antonia —sólo tenemos su nombre— desde Itabuna, cuna de Jorge Amado. Antonia pregunta: “¿A qué se refiere con ‘ambos mundos’?”. Supongo que se referirá Antonia al comentario de hace unos minutos cuando hablábamos de Gabriela.
            —Sí. Me refería al mundo de la realidad y al de la ficción… sea cada uno de ellos el que sea. Es decir, sea este en que estamos usted y yo el de la realidad (que seguramente convendríamos, si habláramos de eso, en que es éste el de la realidad) o el otro, el de la ficción, si no es ése en el que en realidad estamos. Nunca sabremos cuál es cuál. Mucha gente me pregunta si Gabriela existió. Y no sólo existió, sino que... bueno, ya usted sabe. Es la misma historia que conté de doña Flor.
            —Gabriela fue el personaje que lo sacó de la política, ¿no?
            —¡Ja, ja, ja, ja...! Una mujer como Gabriela lo puede sacar a uno del mundo. De los dos mundos. ¡Ja, ja, ja, ja...!
            —Ahora, desde Sao Paulo, nos lleva la pregunta de José Luis Gomes: “¿Ha sufrido por amor?”.
            —Mire, le voy a contar un cuento. En 1544, cuando Luis de Camões tenía apenas 20 años, una mujer le hizo esa pregunta. Y Camões, que no se había dado cuenta aún de que era poeta, pasó toda la vida buscando la respuesta. Un día, ya viejo, herido por la incertidumbre de esa palabra, escribió:

Pasa el bien volando
y el mal, con los años,
acude mostrando
todos los engaños.

De amor la alegría
poco tiempo dura,
triste de quien fía
mucho en la aventura.

Bien sin fundamento
cierta ha de mudanza,
junto al sentimiento
vive la añoranza.

Quien vive contento
vive receloso,
no haber mal violento
se hace peligroso.

Quien males sintió
sépalos tener,
y por lo que vio
sepa qué ha de ver.

En la vida ciega
nada permanece,
aún el bien, no llega
ya desaparece.

Cualquier esperanza,
huye como el viento,
todo hace mudanza
salvo mi tormento.

Amor, ciego y triste
quien lo ha padece.
Mal, quien lo resiste,
mal, quien le obedece.

            Querido José Luis, uno no llega nunca a eludir el dolor del amor, pero ay de aquel que intenta huir de él. Es un infeliz.
            —Desde Itabuna otra vez, le pregunta Ángela: “Señor Amado, ¿para qué sirve la poesía?”.
            —Me imagino que no querrá que le responda teóricamente. Mire, Ángela, en la teoría literaria, la poesía no sirve para nada. Pero los que la amamos no podemos conformarnos con esa respuesta. Es como cuando leemos en el libro de geografía que el mar, como está hecho de agua y el agua es transparente, no tiene color. Y uno va y se para en la orilla del mar y ve no sólo que tiene color, sino que ese color es bello. Y uno se enamora y se embelesa y se queda mirándolo horas y horas y cuando regresa a su casa, sigue pensando en él y desea regresar a zambullirse en su belleza y en su embrujo.
            —Muchas gracias, don Jorge.
            —¡Amigos de Alfa-Beta FM, la radio de la poesía, acabamos de escuchar... Sin letras no hay paraíso! Nos despedimos hasta el próximo lunes, cuando nos citaremos nuevamente con la letra escrita a través de la voz. Hasta entonces.