miércoles, 1 de mayo de 2013

Periodistas

     Escribí este texto en el año 2003, apenas comenzaba. Lo envié a Tal Cual, donde ya habían aparecido artículos míos, pero este no se publicó. El Nacional tampoco lo publicó. Lo escribí porque me tenía harto la odiosa manía del gobierno de Chávez de atacar a los periodistas, de culparlos por todo, de actuar como si creyera que un presidente es un rey medieval y eso le diera derecho a acabar con la reputación de todo el mundo, sin responder ante nadie. Parecía en aquel momento —aún lo parece, muchísimo más ahora que entonces— que no debían existir periodistas que dijeran una sílaba que no fuera aprobada por él.
     Casi todos mis amigos me han oído alguna vez criticar a los periodistas. Eso era ya así cuando escribí este artículo. Ellos, incluyendo algunos que son periodistas, saben que mis críticas se restringen siempre a su uso de la lengua. También me da un gusto inmenso darme cuenta de que, pasados diez años, no siento el deseo de modificar este artículo en ninguna de sus partes, a pesar de que mis observaciones meramente lingüísticas tampoco ha variado y a pesar, también, de que, gracias al cielo, abundan los periodistas que hablan y escriben mejor que quienes los critican.
     Como “fabricantes profesionales de preguntas”, por otro lado, el trabajo que hacen en Venezuela desde que llegó este siglo, ha sido descomunalmente más heroico de lo mucho que ya era en el siglo XX. Por nada del mundo pensaría yo, ni por un instante, en imitarlos, en envidiar su suerte, en tener que hacer, ni por necesidad, su dificilísimo y arriesgadísimo trabajo. En ese punto, me quito el sombrero y hago reverencia.
     Y me atrevo a exponer, otra vez, este artículo a los ojos de los demás.



¿A usted le incomodan los periodistas?
Edgardo Malaver Lárez

     Cuando aún era demasiado joven como para entenderlo con toda claridad, alguna vez oí a José Vicente Rangel decir que siempre había sentido recelo por el hombre con poder, porque éste siempre iba a estar expuesto a la tentación de abusar de ese poder. Ante esa tentación, agregaba, la obligación del periodista, del verdadero periodista, era permanecer alerta a toda costa. Rangel pertenecía entonces a un partido cuyos símbolos eran demasiado colorados como para que los adultos de mi familia no los relacionaran con el comunismo, la Cuba de Castro, la Unión Soviética y, por ende, con la limitación de alimentos, la persecución de los cristianos y, lo más grave, la ausencia de libertad. Esta manifiesta aversión, causada sin duda por la violencia guerrillera de los años 60, y el desagrado que siempre me causó la ronca voz de Rangel no me dejaban captar la sabiduría de aquella afirmación.
     Necesité ver, años más tarde, una entrevista que le hizo Orlando Urdaneta, aún sin canas, a Rafael Poleo para reedificar mi visión del asunto. Bueno, Rafael, dijo aproximadamente Urdaneta, ¿por qué tú siempre terminas peleándote con los presidentes a los que antes has apoyado? Y Poleo respondió algo como esto: Por una razón muy natural: yo no puedo apoyar las sinvergüenzuras en las que puede llegar a incurrir el hombre más honesto del mundo cuando accede al poder. Y todo periodista gobiernero es sospechoso.
     Fue después de estos dos episodios cuando conocí, con la película Todos los hombres del presidente, la historia del Watergate, que le ponía tintes heroicos al oficio de estos incansables fabricantes de preguntas. Ninguna historia, me imagino yo, debe poblar de tanta fascinación el territorio de los sueños de un periodista como la de aquel par de muchachos que con sus sencillas máquinas de escribir provocan la caída en desgracia del hombre más poderoso del mundo en 1974: Richard Nixon.
     Existen hoy en Venezuela quienes afirman que los medios de comunicación no hacen su trabajo con imparcialidad, equilibrio y objetividad, e incluso les lanzan golpes por eso. ¿Habremos estado alguna vez de acuerdo en cuanto a lo que significan estas tres palabras o ellas habrán cambiado de significado sin que nos diéramos cuenta?
     Si el hombre con poder dice, por ejemplo: “Los medios son basura”, y los periodistas, cumpliendo su deber de repetir para el público, reportan: “El hombre con poder dijo que nosotros somos basura”, ¿puede decirse que no son equilibrados? Es más bien todo lo contrario, porque sería mucho más sencillo esconder una noticia que, visiblemente, obra en su contra. Y si luego son tratados como basura, ¿se debe esto a que los periodistas lo hayan repetido? ¿Lo habrían repetido los periodistas si esto nunca se hubiera dicho?
     Y si, al ser atacados a causa de un mensaje tan desquiciado, inconcebible en un país democrático, los medios se defienden en lugar de dejarse destruir, ¿puede interpretarse que están siendo injustificadamente imparciales? ¿Acaso está uno en la obligación de ser imparcial cuando su propia existencia está en peligro?
     Si un ministro se mete 100 bolívares de la nación en el bolsillo y un periodista se entera y lo dice, ¿se le puede acusar de faltar a la objetividad? ¿Se supone que, objetivamente, los ministros deban meterse apenas un solo bolívar de la nación en el bolsillo?
     No es difícil identificar la razón por la cual los periodistas le son tan incómodos al hombre que atesora poder. Sólo recuerde usted lo que sintió en el momento en que, el 11 de abril, de repente, cuando ya era inminente la llegada de aquella copiosa catarata de gente a Miraflores, apareció en todas las pantallas de Venezuela la impertinente musiquita del Ministerio de la Secretaría, y minutos más tarde los canales privados salieron del aire. Yo, que acababa de llegar de aquella marcha, sentí un latigazo en el pecho que me gritaba que nunca más sabríamos la verdad de nada. Me dije: Se acabó, ya no tenemos libertad. Lo único que se paraba entre las atrocidades del poder y nosotros acababa de caer al suelo, el único escudo que nos protegía de la ignorancia había sido perforado, las únicas manos que nos defendían de la sinrazón acababan de ser esposadas.
     Cuando un solo hombre tiene todo el poder, a los demás no les queda más que el miedo, y cuando uno tiene miedo es menos libre y, ergo, menos hombre.
     Por eso, los venezolanos deberíamos sentirnos bienaventurados por estos medios de comunicación que Dios nos ha dado. Tendríamos que felicitarnos entre nosotros por los periodistas, editores y fotógrafos que han parido nuestras madres, porque sin sus ojos, todos seríamos ciegos; sin sus palabras, todos seríamos sordos; sin su refractaria resistencia a las piedras y las bombas, al miedo y a los insultos, ya casi no podríamos distinguir entre la verdad y el error.
     Sin embargo, es cierto: como dijo Roberto Giusti hace unos días en televisión, los periodistas venezolanos sí están inclinados unánimemente hacia un solo lado en este innominable momento de la historia. “Los periodistas venezolanos”, dijo Giusti, “estamos parcializados a favor de la democracia y en contra de la dictadura”. ¿Será eso lo que molesta a los periodistas, los verdaderos periodistas, que ahora están en el gobierno?

Equis Ye Zeta 21, 6 de enero del 2003, pág. M

lunes, 1 de abril de 2013

Desahuciado

Hoy comienza el cuarto mes de este décimo tercer año del complicado vigésimo primer siglo después de Cristo. (No me lo proponía, pero siento que con solo poner la fecha, ya estoy construyendo un cuento larguísimo... como el tercer mes, que tardó en irse porque se cargó de muchas historias.) Para este tiempo que no sabe cuándo ha de terminar, una historia que se detiene antes del final. 




Desahuciado

Edgardo Malaver Lárez

            No todo tiene que ser una alegoría. El viejo Pastorini se dio cuenta ya al final, cuando no le quedaban tiempo ni energía para aclarárselo a sus detractores, ni siquiera a sus discípulos. Nada en su mundo abandonado de la belleza le permitía levantar la voz ni condensar sílabas que dibujaran la florida devastación a la que había arribado su espíritu en aquel triste hospital de su olvidado pueblo natal.
            “El ser, entonces, no es una imagen de otra cosa que se metaforizaba en la tierra, en la vida de este ser bípedo en que el azar nos había convertido”, se dijo cuando su hija lo ayudaba a bajar las escaleras del hospital.
            Y era la existencia del azar, su despiadada justicia y su benévola  crueldad, la que lo convencía con más contundencia de que sí existía la existencia, sin poros por los que se colaran los líquidos aromosos de “lo otro”.
            “Lo otro...”, pensó asegurándose el cinturón de seguridad, ya en el taxi. “¿De dónde saqué semejante idea?, qué extraña. Lo otro está aquí”.
            Su verdadero “referente existencial”, su verdadera “idea-imagen” de una existencia verdadera, la que “estaba en otra parte”, se convertía ahora en su verdadera alegoría: ahora lo sabía y no podía decirlo. Tal como teorizaba antes sobre el “atrapamiento” en que bullía la vida “otra” en el “otro lado” de “lo verdad”, ahora se sentía él mismo expulsado —y también renegado— de esa creación suya que —descubría repentinamente con toda la luz que nunca tuvo— ya no lo reconocía como autor; aparecía ante él que había estado atrapado en su propia alegoría, que era él mismo, y se vio incapaz de mover un dedo, ni una idea siquiera, para intentar salir de ella antes de volver a su lugar de origen: el “espacio de la nada”. Ya no vivía en él.
            Allemanski, Romanin, hasta Ixter y Johnson, que nunca fueron tan groseramente venenosos con su obra, todos iban a reírse de él sin saber verdaderamente por qué, sin haber encontrado la luz que él acabada de tropezarse. Ese era su consuelo. No todo tiene que ser una alegoría, se decía constantemente al ver pasar los árboles de las calles; se lo dijo otra vez al pasar frente a la casa de Guilhermi, al esperar que atravesara la calle un grupo de niños en la esquina de la prefectura, y unos segundos más tarde, al detenerse frente a su casa.
            Al poner la cabeza sobre la almohada, se percató de la vanidad de su empeño: intentando descubrir la que la nada había construido sobre el barro del hombre, entendía que la alegoría era él mismo —aunque, al mismo tiempo y felizmente, no lo era tampoco—. De ese error, como había intuido en la juventud, escribiendo apenas la introducción misma de su primera obra, “ya no tenía escapatoria” y no la buscaría.
            Solo en ese momento, por fin con un sutil asomo de brillo en los ojos, con una levísima curvatura en las comisuras, se convenció de que debía dormir.

El Archifonema 12, Caracas, noviembre del 2011, pág. 8

lunes, 25 de marzo de 2013

Himno

Como consecuencia natural e inevitable del aberrante acto de graduación, hace unos pocos días, en la "Universidad" Bolivariana de Venezuela en el que se cantó, en cadena nacional de radio y televisión, el himno de Cuba para iniciar la ceremonia, escribí un breve comentario en Facebook (http://www.facebook.com/edgardo.malaverlarez/posts/10151402722588250?notif_t=like) en que, a pesar de la delgadez y la fragilidad de mi nacionalismo, terminé declarando mi amor al himno de Nueva Esparta, "que también es un himno de Venezuela". Como algunos amigos han respondido a esos comentarios, y hasta los he animado a que defiendan el Gloria al bravo pueblo respaldándolo con el himno de sus estados, he recordado un artículo sobre el Gloria a Margarita que escribí en el año 2000 para la revista Ínsula y ahora me provoca que le lea más gente:


Corona de nubes, cinturón de espumas

Edgardo Malaver Lárez



            Ciento un años antes, había sido un poeta, Francisco Salias, quien alcanzara a Vicente Emparan de camino a la Iglesia Mayor de Caracas y, tomándolo de un brazo, lo condujera al Cabildo para discutir la dudosa situación de la Corona española en las colonias de América, debido a la usurpación de Napoleón Bonaparte desde 1808.
            A pesar de las dudas que nos ha despertado Alberto Calzavara acerca de si fue realmente él quien escribió el himno nacional, Salias ha conservado su lugar en la historia por aquella canción de cuna que más tarde haría hervir la sangre de los soldados y civiles que disparaban contra el enemigo realista en los campos de batalla.
            El 5 de julio de 1911, otro poeta vestiría su mejor traje, aquí en Margarita, para asistir también a un recinto legislativo donde se entonaría, por primera vez en la historia, una canción de paz escrita por él e inspirada en el sentimiento guerrero de su pueblo. Salias había corrido detrás de la tiranía de España para hacerse oír. Miguel Ángel Mata Silva, poeta y científico margariteño, sentó a la dictadura de Juan Vicente Gómez para hacerla oír.

Cual iris sagrado
            Margarita ―que tardó en sumarse a la causa del 19 de Abril lo que tardó la noticia en llegar a La Asunción, y que luego, a mitad de guerra, en 1817, fue la primera provincia en lograr su independencia para no perderla nunca más―, ya en el siglo XX, cuando todos los estados se preparaban para celebrar el primer centenario de la firma del acta del 5 de Julio, se descubrió a sí misma sin un himno que loara su fama de valerosa. De modo que el presidente del estado en ese momento, el general Pedro Ducharne, se aprestó a corregir tal situación y el jueves 27 de abril de 1911 firmó un decreto por el que abría un concurso para elegir la letra y música del himno del estado Nueva Esparta.
            El concurso estaba dirigido a todos los poetas y compositores del país y el jurado, para la letra, estaba integrado por el presbítero Jesús María Guevara Carrera, el doctor Rafael Moreno Rodríguez, el general Julián Ponce Córdova y los coroneles Ramón Espinal Font y Antonio Ortega Gómez. El premio sería, según reza el decreto, una pluma de oro.
            El jurado hizo público su veredicto el día martes 30 de mayo. Hubo cuatro composiciones concursantes, entre las cuales, “luego de apreciados los indiscutibles méritos literarios y patrióticos de todas ellas”, sobresalía, en opinión unánime de los miembros, la del doctor Miguel Ángel Mata Silva, joven poeta de La Asunción que aún no cumplía los 30 años.
            Es un poema métricamente perfecto: un coro y cuatro estrofas escritos en dodecasílabos que riman impecable y ordenadamente, con una fuerte influencia clásica (léase la segunda) y una manifiesta referencia textual al himno y la bandera nacionales: “Gloria a Margarita...”; “El yugo arrojemos de la tiranía / cada vez que el yugo nos quiera imponer”; “Siete estrellas blancas, sagradas y bellas...”; “Margarita es una de las siete estrellas, / y llena de rayos el cerúleo tul”. Pero, por encima de todo, el himno resalta el heroísmo de Margarita, el denuedo de sus hombres y mujeres y su determinante contribución a la liberación de Venezuela: “En la magna lucha levanta primero, / cual iris sagrado, nuestro pabellón”.
            Y es indudable que la pomposa poesía del texto es hermana gemela de la música que días más tarde se le dio.

La benigna musa de Rodríguez Bruzual
            El concurso para elegir la música se abrió inmediatamente después de conocida la letra. El premio sería una medalla, también de oro, con la inscripción: “Premio en el Concurso del Himno del Estado — 1911”. Se recibieron seis composiciones y el jurado ―compuesto por el general Francisco J. Márquez, Diego Mora y José Joaquín de León―, luego de escucharlas repetidamente, se decidió por la obra del profesor Benigno Rodríguez Bruzual, afamado músico de Cumaná.
            Según el jurado, era la suya la que más se adaptaba al ritmo y tono épicos de la letra y la que “correspondía mejor al espíritu marcial de los patrióticos sentimientos que la inspiran”.

La gorrita francesa y el pececito griego
            En 1876, el doctor Juan Manuel Velásquez Level, natural del estado Sucre, publicó en Caracas un vistoso Álbum de Escudos de los Estados, en el que aparecía un emblema, creado por él, que representa con mucha propiedad los atributos y rasgos más característicos del estado Nueva Esparta.
            Sin embargo, 41 años más tarde, el estado no poseía aún un escudo que “testimoniara su linaje” y lo identificara entre los demás estados de Venezuela, que sí lo tenían. Así, el general Juan Alberto Ramírez, presidente de Nueva Esparta para 1917, emitió un decreto en el que ordenaba adoptar oficialmente el escudo creado por Velásquez Level como insignia del estado.
            Es curioso, pero ni Rosauro Rosa Acosta ni Francisco Lárez Granado ni Jesús Manuel Subero, que son los que se han ocupado del tema, hacen alusión alguna al hecho de que en 1917 también se cumplían 100 años de la Batalla de Matasiete, donde Margarita “levanta primero, cual iris sagrado, nuestro pabellón”. A juzgar por la fecha del decreto, sábado 20 de octubre, parece que el gobierno de Ramírez dejó pasar la ocasión del 31 de Julio para celebrar el centenario con una reivindicación relevante.
            El escudo es, como el texto del himno, un conjunto de imágenes clásicas. El laurel de los romanos, los rayos de luz alrededor (que podemos relacionar con la aureola de las imágenes de santos medievales), el gorro frigio de los revolucionarios franceses, el pequeño pez llamado tritón (como el dios mensajero de las profundidades del mar), el tridente de Poseidón, son todos símbolos universales de gloria, virtud, heroísmo, nobleza, libertad, dominio sobre las fuerzas de la naturaleza. Y no es extraño: el solo nombre del estado es una clarísima referencia a lo más clásico que existe, que es Grecia. Pero el escudo de la nueva Esparta contiene otros elementos que se relacionan íntimamente con el espíritu de Margarita: el botecito (la flechera) con hombres que, custodiados por un tricolor, reman sobre un mar de plata; el collar de perlas, que recuerdan el ostentoso pasado de Nueva Cádiz, el remo, instrumento de trabajo de los pescadores; el ancla, que denota el alma marinera de los margariteños; las algas y los corales a los costados, que lo vinculan con la vida, abundante y sencilla de las orillas de la mar. Y todos estos símbolos tan cercanos dan una sensación de insularidad profundamente pacífica.

Media luna y tres estrellas
            Según Subero, en mayo de 1817, en Pampatar, sede del gobierno federal después del regreso de Bolívar de Haití, se decidió agregar a la llamada Bandera de las Provincias Unidas de 1811 siete estrellas azules sobre la franja amarilla, que representaban a las siete provincias que se habían declarado en contra de España en 1810. Fue conocida como Bandera de la Tercera República. Luego, las estrellas originales fueron sustituidas por estrellas blancas y desplazadas a la franja azul. Este es el único antecedente que se conozca que relacione a Nueva Esparta con una bandera, pero es la primera en la que aparecen las famosas siete estrellas que ya son también, por sí solas, símbolo de Venezuela.
            La bandera oficial del estado fue creada en 1997 por Juan Carlos Velaz y adoptada por la Asamblea Legislativa durante el gobierno de Rafael Tovar. Está formada por tras franjas horizontales: amarilla (la más gruesa), azul y verde, con las que se pretende asociar, respectivamente, el Mar Caribe, las islas y el cielo. La franja azul contiene tres estrellas blancas, que representan a Margarita, Coche y Cubagua, que, sin embargo, en la franja amarilla, se hacen una unidad, simbolizada por el semicírculo también blanco.
            La corta historia de esta bandera ha estado signada por la crítica adversa. Hay, por ejemplo, quienes afirman que no guarda relación alguna con el corazón alegre, religioso, hospitalario, generoso o trabajador de los margariteños. También se dice que, a pesar de su extremada simplicidad, sufre de inconsistencia entre significados y significantes (el amarillo representa el mar) y de redundancia de elementos (la media luna y las tres estrellas significan Nueva Esparta).
            El tricolor ha tenido poco tiempo para imponerse. También ha tenido poca difusión: sólo se enarbola en algunos recintos oficiales y otros dos o tres lugares de interés en toda la isla. No se le ve en las puertas de las casas en los días de fiesta regional. Evidentemente, contrasta con la riqueza épica y rítmica de la letra y la música del himno y la clásica armonía del escudo y éstos la aventajan visiblemente en la penetración que han logrado en la conciencia de la gente a lo largo de la historia de este siglo. Sin embargo, si ha sido adoptada como bandera oficial, bien merece nuestro reconocimiento de ciudadanos.

¿Por qué?
            La Asunción adquirió su título de ciudad y escudo de armas en el año 1600, es decir, al final del período de Colonización. Pero fue la única población que los recibió. ¿Por qué?
            En un territorio tan extenso como la Europa de la Edad Media, y mucho tiempo después, los pequeños reinos en que estaba dividida debían conservar a toda costa su identidad, por lo que se tendía naturalmente a agrupar a la población bajo símbolos que los hiciera pertenecer a un lugar o a otro. Los reinos, las dinastías, las ciudades, las familias más antiguas tenían su emblema.
            España sencillamente transplantó en sus colonias esa cultura de la ciudadanía bajo un símbolo heráldico. Sin embargo, en Margarita, afortunadísimamente, esta necesidad cultural fue suplantada desde siempre por la prodigiosa limitación que creaba el mar circundante. De este modo, por más diferentes que sean, los pobladores de dos lugares tan distantes como Robledal y Pampatar han conservado en el tiempo un cúmulo de rasgos comunes, que les son cómoda y uniformemente margariteños. El estado Nueva Esparta ha tenido la suerte de mantenerse culturalmente homogénea hasta hace bastante poco, sin necesidad de símbolos que la unifiquen. El himno y el escudo son dos evidencias: fueron adoptados más de 100 años después de la independencia. Y la bandera, con tres años de edad, todavía trata de ganarse el cariño de la gente.
            La cercanía con la naturaleza y la fe le ha dado a Margarita mejores reglas heráldicas. Los hombres margariteños se sientan a coger fresco bajo el guayacán y éste los identifica. Los pescadores toman las Tetas de María Guevara como brújula en sus días de trabajo y éstas amamantan su amor por su isla. Los niños cuentan la historia de la bahía de Juan Griego y eso fotografía mejor que nada la belleza de las playas. Las mujeres hacen sombreros de cogollo y eso también le da sombra a la imagen de Margarita. Todos creen en la Virgen del Valle casi como en Dios mismo y eso es un tono específico de su cultura, que es su mejor heráldica, su mejor blasón.

Ínsula 32, Pampatar, enero-marzo del 2000, pág. 4

sábado, 9 de marzo de 2013

Hormiguita

Hola, gente que ve blogs.
Para comenzar, voy a repetir aquí un texto que escribí ayer (8 mar. 2013) en Facebook, pero ya va a llegar el momento en que les diga cosas nuevas:

Ahorita en mi casa esta caminando una hormiga por la pared del balcón, que yo creo que viene de la casa del vecino, que vende helados y caramelos. Me imagino que viene de allá por la cara de diabética que tiene la pobre hormiga. Hay que hablar con ese señor para que guarde mejor las chucherías.