Andrés Avelino LÁREZ
(Juan Griego, 10 nov. 1886 / Juan Griego, 13 sep. 1966)
Hijo de Albina LÁREZ
Según mis cálculos, esta foto es de 1961 o 1962. Me lo insinúa sobre todo el tamaño y la corpulencia de Miguel Rafael, el niño que posa al frente, que en el futuro será mi padrino y que aquí tendrá 10 u 11 años. De ser así, Andrés Avelino, el abuelo de todos ellos, a la derecha, tiene ya alrededor de 75. Si siguiera entre nosotros, hoy, 10 de noviembre, cumpliría 134.
Cada vez que la veo, me imagino que fue tomada en El Bajo o en la arena de la playa en el punto donde termina la calle Mariño, detrás de la Guardia Nacional, probablemente por Miguel Delpino. Lo cierto es que están en la playa: las muchachas, Antonia, a la izquierda; Mireya, al centro, y Miriam, mi madre, a la derecha, llevan traje de baño. Delante de ellas, en cuclillas, está también, Jesús Salvador, llamado Chu Lárez, el más adulto de los jóvenes que acompañan al Mestro. Detrás de Antonia hay un letrero que dice: “URD”, el partido de Jóvito Villalba. Margarita sin política no es Margarita.
Lo que yo sé de Mestro Andrés proviene totalmente de las historias que me contaban mi abuela, Juanita, sus hermanos, sobre todo mi tía Teresa, y mi mamá. Yo nací casi dos años después de su muerte, pero desde antes de dejar la teta, he oído a los que sí lo conocieron hablar de él, y hablar tantas bellezas que en mi imaginación, si no fuera porque existen estas fotos, Andrés Avelino Lárez sería para mí como un santo con la mirada dirigida al cielo y las manos juntas, en actitud constante de oración, suplicando siempre por el bienestar de todos.
Testimonios de otras personas también he escuchado. Cuando Elizabeth, la Pelona, se casó y fue a Margarita con su esposo, una noche me llevaron a pescar en La Galera con un pescador que habían conocido el día anterior. Cuando este hombre supo que Elizabeth tenía familia en Juan Griego, comenzó a hacerle preguntas, y apenas ella dijo que era nieta de Andrés Avelino Lárez, él exclamó: “¡Ah, Maestro Andrés! Mi papá trabajaba con él haciendo peñeros”. Por ese detalle supimos que sí lo había conocido, porque el Mestro era carpintero de ribera, oficio que han heredado Salvador y Simón, hijos de su hija más joven, mi tía Luisa.
Si quisiera contar aquí la mitad de las historias que recuerdo haber oído en mi infancia, me pasaría un año sentado en esta silla. Quizá sentado en una silla encontraría al Mestro el último muchacho que se casó en 1966 y que, de camino a la iglesia, tenía pasar, como su padre y su abuelo, por la ceremonia previa de que él le hiciera el nudo de la corbata, porque nadie más sabía hacerlo en las cercanías (quizá Cruz Bonive, que era sastre, pero no era cuestión de molestar a aquel señor).
Quién sabe si aquel muchacho y su padre y su abuelo serían capaces de leer el periódico, pero el Mestro esperaba cada año el Domingo de Ramos para abrir su Biblia en la primera página del Génesis y pasar toda la Semana Santa leyendo y cerrar el libro el Domingo de Resurrección al terminar la última página del Apocalipsis. Más joven, recordaban mi abuela y sus hermanas, habría sentado a los niños frente a él por lo menos el Jueves Santo para leerles, y a veces recitarles, los episodios en que Jesús es apresado, torturado, juzgado, condenado a muerte y finalmente ejecutado. De niño yo, esta imagen del abuelo de mi madre leyéndoles el Evangelio a sus nietos le ponía al bisabuelo un aura de sabiduría más bien franciscana, de la cual me cuesta aún desprenderlo. Y mil veces he comprobado que primos míos de más y de menos edad que yo han recibido esa misma influencia, tienen la misma imagen de él, como si hubiéramos visto la misma película narrada por diez voces gemelas.
Y no faltan escenas graciosas en esa película. De repente comienza un segmento en que unos niños sin zapatos y sin camisa en el patio de una casa muy pobre forman un alboroto indescifrable para una abuela. Ella les ruega que tengan más orden, que no hagan tanto ruido, pero los niños no se percatan de su pedido. Y de repente, derrotada ya por la juventud de la algazara, se levanta de su silla gritándoles: “¡Ustedes se están bañando en agua rosada! ¡Esperen que llegue Andrés!”. ¡La de veces que mi mamá nos lanzó esta filípica a mis hermanos y a mí!
Esa misma mujer, pero en edad ya avanzada, se aferra más tarde a la compañía del marido que Dios le otorgó en santas nupcias y lo acompaña ahora en cada paso que él da dentro y fuera de la casa. Y se hace seguir por él si ella tiene que salir (a menos que pretenda ir furtivamente a la cocina a robarse el papelón del café). Una mujer joven, hija de algún vecino amigo de toda la vida en Juan Griego, bromea con ella acerca del atractivo que aún conserva el admirado anciano. Le dice con música de mar en los labios: “Ay, Chica, cuando te mueras, déjame a este viejito bello, que yo te lo cuido”. Y Chica salta sin demora y responde: “No, mija querida, cuando yo me muera me lo voy a llevar”.
Y cuando Chica entrega sus cuentas, el 5 de septiembre de 1966, el Mestro, que tiene más edad que ella, cae en una tristeza densa e irremediable. Sus hijas, rezando por el descanso de la madre, observan cómo el padre camina con lentitud a lo largo de la casa, como dormido por dentro, como náufrago de que no encuentra su isla. En la madrugada del tercer día, Teresa y Juanita lo oyen rezar a solas en su habitación, pero interrumpe la oración para decir como con angustia y entre murmullos: “Déjame, Chica, no me jales. Descansa en paz, mujer, déjame, suéltame. Déjame, Chica”. Habrá insistido tanta la esposa, lo habrá extrañado tanto, tanto lo habrá llorado en su camino, que ocho días después que ella, muere él.
Si es cierto que la verdadera muerte sobreviene cuando ya nadie se acuerda de nosotros, a este silencioso maestro de carpinteros le quedan varias décadas por sobrevivir. Sé con certeza que mis nietos tendrán noticias de él, y no es solamente porque su sangre y su nombre ahora respiran el aire de otros mares, sino porque su memoria sigue encendida y no todo viento que sople apagará su llama.