Facunda Bautista LÁREZ MORENO
(Juan Griego, 24 jun.
1917 / Juan Griego, 7 sep. 1998)
Cuarta hija de Andrés
Avelino LÁREZ (1886-1966)
y Francisca Josefa
MORENO (1891-1966)
Mi tía Facunda nació el día de san Juan, el que bautizó a
Cristo, y fue enterrada el día de la Virgen del Valle, su madre. Si se hubiera
dado cuenta de eso, habría comentado: “Dios es el hombre más inteligente del
mundo”. La historia de mi tía se puede escribir entrecomillando una tras otra los
cientos de frases singulares que decía todos los días. Nada tiene de extraño,
porque su nombre significa, precisamente, ‘fácil y desenvuelto en el hablar’.
En esta foto, aún no es demasiado mayor, está lúcida y
conserva su alegría. No sé quién es el bebé, pero aquí se la ve, gracias a
Dios, rotundamente sonriente frente un aspecto de la vida que nunca le sonrió:
el de la maternidad. Mil veces la oí, en esta misma casa, contar de su viaje “a
Demerara, la Guayana Inglesa” para probar tratamientos que le permitieran tener
hijos —todos infructuosos—. El hospital, las enfermeras, lo que comía y bebía,
los árboles, la luz, los carros, todo lo describía. A veces, cuando comprendía
que era un asunto serio, yo sólo hacía alguna pregunta.
La primera vez que ella se tomó en serio mis bromas fue
cuando yo estaba como en quinto grado. Llegué con mi mamá a su casa del final
de la calle La Marina, y ella, siguiendo la costumbre de su niñez, me hizo la
señal de la cruz y me extendió la mano para que se la besara. Yo recordaba
haberlo hecho antes, pero esa vez pensé en hacerle una travesura nueva: me
incliné para besarle la mano, pero en lugar de los labios, le puse los dientes.
Ella retiró la mano rápidamente y, con los ojos desorbitados, me acusó con mi
mamá, mientras yo me reía.
Cuando tuve la edad en que, según ella, uno podía tomar café,
me permitió ir a su cocina y servírmelo yo mismo, pero pronto comencé yo a
provocarla sentándome junto a ella en su jardín, taza en mano, revolviendo el
café con un lápiz. Entonces iniciaba su retahíla de consejos: “Estás jugando
con la leche del chivo, Agardo, mira
que esa vaina que le ponen a los lápices para escribir es veneno”.
Cuando murió Alejandro, su esposo, cuya vida contaba todos
los días de cabo a rabo, nada volvió a ser lo mismo para ella. El mundo se le volvió
espinoso, y yo me hice más y más fastidioso para su ojo de abuela sin nietos. “Córtate
el pelo, muchacho, ¿no te da vergüenza?, ¡¿cómo Miriam te deja salir así pa la
calle?!, voy a hablar con Juanita pa que te ponga remedio, ¡amárrate los
zapatos, sinvergüenza!, ponte pantalones largos, por el amor de Dios y de la
Virgen, ¡que ya no eres un bebé de pecho!”. Ahora lo pienso y creo que no hacía
bien en decirle en medio de aquella catarata de correcciones: “Tía, hace una
semana que no me baño, ¿pa qué me voy a cambiar los pantalones?”. Entonces me
lanzaba: “Mejor hubiera parido Miriam un caldero, lo estaría alquilando, pobre
mujer, ¿este es el que la va a sacar de abajo? ¡Mejor está el padre en Roma, aunque
no coma!”.
Yo crecí jugándole bromas a mi tía Facunda, quizá alguna vez
se me pasó la mano y en casi todas consumí toda su paciencia. Nuestra relación
fue así hasta que, ya adulto yo, comprendí que sus pensamientos habían perdido
la señal que la conectaba con los que la rodeábamos. De cuando en cuando me
acuerdo de tantos episodios, y me dan ganas de aparecerme en su casa, sentarme
con ella a mirar la tarde de Juan Griego, escuchar sus correcciones
desesperadas: “¡No revuelvas el café con el lápiz, hijo er diablo, te vas a
envenenar!”. Y con los ojos ya húmedos, río y río y río con su memoria, como en
los viejos tiempos.
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