Andrés
Gumersindo LÁREZ MORENO
(Juan
Griego, 13 ene. 1913 / Maracay, 18 may. 1986)
Segundo hijo de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)
y Francisca Josefa MORENO (1891-1966)
¿Qué sentido puede tener tomarle una
foto a un grupo de 20 personas, casi todos niños, apenas vestidos, de rostros tristes
y hambrientos, sin zapatos, apiñados entre ellos y apoyados contra la pared de
una casa vieja de un pueblo pequeñito? Yo comencé a comprenderlo cuando
descubrí esta foto.
En ella aparecen tres adultos y 17 niños
que juntan las manos como quien ora, y eso nos hacer percatarnos de que en
medio de ellos un hombre joven vestido de sotana y bonete, con barba pintada con
betún, mira también la cámara con semblante de mucha seriedad. Es mi tío
Andresito (o Chindo), hermano mayor de mi abuela.
¿Chindo Lárez era cura? No, pero era
amigo del famoso Padre Manuel Montaner, también de Juan Griego, que como
consecuencia de su firme posición contraria a los gobiernos militares de los
años 30 y 40, fue expulsado de Margarita. Para protestar contra esta expulsión,
mi tío se disfrazó de sacerdote y recorrió las calles de Juan Griego, rodeado
de jovenes y niños, haciendo creer a muchos que había llegado el sustituto de
Montaner. Desde pequeño oí en mi casa contar que el espurio cura incluso
repartió la comunión poniendo en la boca de sus “feligreses” hostias de casabe,
naturalmente sin consagrar. Ese mismo día fue arrestado por aquella “travesura”,
acusado de sacrílego y de abusar de la fe del pueblo, por lo cual estuvo un
tiempo en un calabozo de La Asunción.
Cuando ya era bastante mayor, mi tío vivió
unos meses en mi casa de Tari Tari, donde mi abuela lo atendía con un espero
que parecía devoción. Para mí representaba un misterio su silla de ruedas, su brazo
inmóvil y su voz apagada, a veces incomprensible. Sus ojos lagrimeaban casi todo
el tiempo, sobre todo cuando hablaba de sus padres, de Acción Democrática o de
la época en que trabajaba en Maracay y tenía dinero. Un día vino Columba Lira,
su esposa, a buscarlo y se mudaron cerca. Mi abuela siempre me mandaba a
llevarle frutas a su casa.
En marzo de 1981, al llegar al velatorio
de mi tío Francisco, lo vi llegar en su silla de ruedas, ahora con una razón
más para estar triste. Muchas personas lo saludaban con respeto y le abrían paso.
Rato después, una vez que se vio rodeado de viejos amigos, le dijo, llorando, a
uno de ellos: “¡Quién hubiera creído que Francisco se iba a morir antes que yo!”.
Después de ese día no volví a verlo más.
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