María Albina LÁREZ MORENO
(Juan
Griego, 10 abr. 1915 / Cabimas, 17 ago. 1988
Tercera
hija de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)
y
Francisca Josefa MORENO (1891-1966)
Tengo varias fotos de mi tía María.
Elegí esta porque en esta está con Maité, y Maité parece ser la más absorbente respecto
a las historias que mi tía debe haber pasado la vida contándoles a sus nietos...
como me sucede a mí con las historias que se pasó la vida contando mi abuela
Juanita. Lo que no conservo en mucha cantidad es recuerdos de mi tía María.
Sólo la recuerdo de aquella vez que fui a Cabimas, a los 12 años; algunos
instantes, brevísimos; no recuerdo haberla visto nunca en Margarita.
Aquella mañana, tempranísimo, siempre sentada,
ella conversaba y conversaba con mi abuela en la casa de Elizabeth y yo escuchaba
y escuchaba. Me atraía la palanca del mecanismo para cerrar la ventana de la cocina,
que no creía haber visto antes, y me llamaba la atención el espacio lleno de
árboles del otro lado de la calle; pensaba que quería caminar por entre aquellos
árboles. Y entonces, entre comentario y comentario, de repente, mi tía preguntó
por mí. Y dijo que estaba muy callado. “¿Siempre es así?”, le preguntó a mi abuela.
“Sí, él es así”. Ahora mismo estoy recordando que pensé que en todo el Zulia no
conocía yo a nadie y que no había tenido oportunidad de intervenir en aquella
conversación, que, además, pertenecía a dos conversadoras con cincuenta años
más de entrenamiento que yo. En algún momento mi tía me dijo, como para conocer
mi voz: “Di algo, mijo”. Y yo pasé unos tres segundos pensando qué decir. Y
dije: “Algo”. Y ella se deshizo en carcajadas y pasó como un cuarto de hora
riéndose y repitiendo: “Di algo. Algo”. Y si llegó alguien a la casa en el
resto del día, se lo contó y a cada rato volvía a hacerle gracia y volvía a
reírse.
Por
lo que yo oía decir a mi abuela como hermana, pero también lo que le oía a Omaira
como hija, y lo que oigo decir sobre todo a Maité y a Marieliza como nietas, a Marialba
como bisnieta y otros que hablan de ella, algo dentro de mí me dice que la
conocí siempre, que seguramente la habría podido tratar como a mi propia abuela
y que, de visitarla con más frecuencia, sentados los dos juntos en el porche de
Antonia o en la cocina de Elizabeth, nos habríamos querido mucho y nos habríamos
reído un mundo y parte de otro.