Juana Evangelista LÁREZ MORENO
Juan Griego, 16 may. 1921 / Juan Griego, 21 sep. 2008
Sexta hija de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)
y Francisca Josefa MORENO (1891-1966)
Esta mujer no fue nunca a la escuela, pero era una incansable promotora de la educación. ¡A cuántos de nosotros nos dijo durante su vida: “No dejes de estudiar, mijo, que eso es lo único que te vas a llevar a la tumba”! Cuando yo estaba en bachillerato, si mis hermanos y yo estábamos estudiando, éramos intocables para ella, lo hacía todo con tal de no interrumpirnos.
Ella fue mi representante durante mi primer año en el liceo. De eso, sólo no me agradaba que se la llevaba bien con mi profesor-guía, que era un dictador. Ella me llevó también a Caracas cuando tuve que inscribirme en la universidad. Y ahora, cada vez que paso frente al Aula Magna, la veo parada junto a los jardines, esperando con la paciencia de un santo que yo terminara de inscribirme. Después de eso, aunque yo iba a estudiar Idiomas, me llevó a la Facultad de Medicina para que viera donde había estudiado Miguel Rafael.
Una mañana estaba yo en el parque de mi preescolar y de repente, no sé cómo, miré para la izquierda y vi que ella venía del mercado. Yo miré a mi maestra, que estaba junto a mí, y me hizo señal de que podía ir a saludarla. Corrí a la cerca y ella se detuvo y puso la bolsa en el suelo y me dio una mandarina. Cuidadosa de que pudieran llamarme la atención, me pidió que regresara con los demás niños y me aconsejó que le preguntara a la maestra si podía comerme la mandarina antes del almuerzo. Yo recuerdo mil historias de mi vida en la escuela y mil historias con esta mujer, pero ese es el recuerdo más tierno que tengo, porque aquella mañana fue como un milagro para mí: por lo menos ese día, yo era el único niño cuya abuela había pasado por el parque de la escuela… ¡y le había regalado una mandarina!
Esta foto es particular porque en ella tiene todos los cabellos negros. Tiene la misma mirada de siempre, y sus labios por instantes parecen tristes, por instantes casi sonríen. La veo con ese vestido sin mangas, con el pelo casi por los hombros, juvenilmente delgada, y la imagino caminando por la calle La Marina, saludando a la gente, respirando el olor del mar y sueño que si, haciendo un viaje en el tiempo, me apareciera en su camino, con aquella mandarina en la mano, ella me reconocería y me abrazaría.
Y entonces le doy gracias a Dios por su existencia.