Edgardo
Malaver
Durante la noche, Juan Bautista se
despertó varias veces a causa de la misma pesadilla. Un hombre le ofrecía una
pluma y él firmaba con ella un documento. Y mientras levantaba la mano de la
hoja, levantaba también la vista hacia la puerta del salón, donde súbitamente se oía el palabrerío sordo de todos los hombres importantes de la ciudad. La puerta,
extrañamente, daba hacia el mar, y él podía ver un centinela que hacía la ronda
de la mañana en el castillo. Pero delante de la imagen del castillo, rodeada de
las flores y sarmientos primorosamente pintados en el marco de la puerta, había aparecido
ahora la de una mujer que llevaba un vestido amarillo, con una perla grande sobre
el pecho. La mujer entró en el salón caminando con un paso lento, como si no se
decidiera a entrar de lleno o acercarse a él. Al final llegó frente a él, a un
paso de su mano derecha, que aún sostenía la pluma. La mujer lo miraba con ojos
acribillados de un dolor que aún no había sufrido pero que no iba a poder
evitar. Entonces él separó los labios para decir algo, pero en ese instante ella
se inclinó con gracia sobre la hoja de papel. Pareció leer las primeras líneas
y después, al ver al final del documento el nombre de su marido, echó a llorar
como quien lo ha perdido todo. La mujer, cogiéndose las faldas con las dos manos,
se dio la vuelta y salió corriendo de la sala. Sólo entonces reconoció Juan
Bautista a Luisa, su mujer, y cuando la pluma cayó de sus manos, otra vez despertó.
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