Edgardo
Malaver
Como homenaje a los venezolanos que lograron, hace 60 años, la caída de la horrorosa dictadura de Marcos Pérez Jiménez en Venezuela, Un Lapicero Azul reproduce aquí un artículo de su editor aparecido hace días en Efecto Cocuyo.
Al final, Eduardo Fernández va a tener razón. En 1988, cuando era
candidato a la presidencia contra Carlos Andrés Pérez, Fernández afirmó que en
Venezuela, los grandes cambios sucedían cada 30 años. Quién sabe si, ahora que
falta tan poco para que se cumplan 30 años de aquella afirmación, acabar con todo
este zaperoco histórico que vive Venezuela sea cuestión de simplemente esperar
el parto, que no puede más que suceder.
Fernández preveía que ese año ganaría las elecciones y todo iba a
cambiar; acabaría, por lo menos, con 10 años seguidos de gobierno de Acción
Democrática. Resulta que ganó Pérez, que era lo que parecía más probable, pero
no dejó de cumplirse el ciclo... y la profecía. El 27 de febrero de 1989,
apenas 25 días después del cambio de gobierno, Caracas explotó en una andanada
de saqueos, de violencia y de muerte, que acaso haya sido el acontecimiento
social más doloroso de todo el siglo XX en Venezuela.
El hecho histórico anterior fue el de enero de 1958, cuando Marcos Pérez
Jiménez y su dictadura volaron en un avión lleno de dinero, para no regresar
nunca al poder. En diciembre de ese año hubo elecciones libres y comenzó el
período de democracia, de gobiernos civiles, más prolongado que haya vivido
Venezuela.
Treinta años antes, un grupo de muchachos que estudiaban en la
Universidad Central de Venezuela habían organizado una protesta tan contundente
contra el gobierno de Juan Vicente Gómez, que terminaron en las mazmorras o en
el exilio, pero quedó claro que ya la sociedad venezolano no soportaba más el
peso de la dictadura. Fue tan importante, tan llena de contenido aquella
manifestación, que de ella nació la que terminaría llamándose Generación del 28, cuyos miembros fueron
los protagonistas de los acontecimientos de 1958. Probablemente era la juventud
la que los estimulaba a enfrentarse al dictador más sanguinario que haya parido
Venezuela.
Antes de eso, en 1898, un envalentonado Cipriano Castro, secundado por
un entonces tímido Gómez, su compadre, había reunido en su Táchira natal un
pequeño grupo de hombres que para emprender la aventura de sus vidas: cabalgar
hasta Caracas para arrebatarles el poder a los pretensiosos y afrancesados
políticos del centro, que, según él, estaban hundiendo a Venezuela. Echando
tiros a diestra y siniestra, llegaron a la capital y cambiaron la silla del
caballo por la del palacio de gobierno. Ya sabemos que las cosas cambiaron...
para peor. Y, como diría Francisco Herrera Luque —si no me está traicionando la
memoria—, estos fueron “60 hombres que se quedaron 60 años”. Sesenta años...
dos veces 30.
Treinta años antes de la llegada de los andinos al poder, en octubre de 1867,
a la vuelta de sus vacaciones en Coro, el mariscal Juan Crisóstomo Falcón,
presidente de la república, se había encontrado la capital alborotada —y en
realidad muchísimos lugares de Venezuela— y ya no le queda tiempo suficiente,
ni destreza ni partidarios, para detener la Revolución Azul. La revuelta se había
venido fraguando desde la llegada de Falcón al poder, poco después de la Guerra
Federal, pero en 1868 la situación, largamente descuidada por el presidente,
terminó reuniendo en su contra a liberales y conservadores. La Revolución Azul
trajo de vuelta a la escena, e indirectamente al poder, a José Tadeo Monagas,
cuyo derrocamiento había sido una de las principales causas de la guerra en la
década anterior.
El acontecimiento anterior, aunque significativo, quizá sea menos
interesante. En 1838, José Antonio Páez gana las elecciones gracias a su
defensa del gobierno de Carlos Soublette.
El acontecimiento importante de 1808 no sucedió en Venezuela, pero fue
tan decisivo que trajo como consecuencia, nada menos, la independencia. Ese
año, engañando a Manuel Godoy, primer ministro de Carlos IV, Napoleón Bonaparte
invadió España y les impuso a su hermano José a los españoles como nuevo rey.
No hace falta detallar las repercusiones de este amable gesto napoleónico, pero
en abril de 1810, unos “niñitos de papá” de Caracas pusieran contra la pared —y
de espaldas a José Cortés de Madariaga— a Vicente Emparan, capitán general de
Venezuela, es decir, el representante del encarcelado rey de España. Emparan ese
mismo día desapareció de la historia.
Quizá no valga la pena seguir buscando pruebas para la validez del
“ciclo de Eduardo Fernández”. Quién sabe si la llamada “situación” venezolana
alcanza los 74 años y luego se soluciona pacífica y lentamente. Otra posibilidad
es que se concrete una de las paradojas más hirientes de la historia
venezolana, que dentro de 90 años todavía haya alguien que escriba: “Al final,
Fernández va a tener razón...”.
Lo que sí parece urgente es encontrar una fórmula para despejar esta
incógnita, que alguien (y si es alguien que tenga poder, mucho mejor) se
percate de que el 2018 es una oportunidad de oro que ofrece la historia para
llegar a una solución... porque el dominó está tan trancado que los más pobres,
que somos la mayoría de las mayorías, ya no tenemos más piezas que lanzar a la
mesa.
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