martes, 10 de noviembre de 2020

Andrés, el Mestro





Andrés Avelino LÁREZ

(Juan Griego, 10 nov. 1886 / Juan Griego, 13 sep. 1966)

Hijo de Albina LÁREZ




Según mis cálculos, esta foto es de 1961 o 1962. Me lo insinúa sobre todo el tamaño y la corpulencia de Miguel Rafael, el niño que posa al frente, que en el futuro será mi padrino y que aquí tendrá 10 u 11 años. De ser así, Andrés Avelino, el abuelo de todos ellos, a la derecha, tiene ya alrededor de 75. Si siguiera entre nosotros, hoy, 10 de noviembre, cumpliría 134.

Cada vez que la veo, me imagino que fue tomada en El Bajo o en la arena de la playa en el punto donde termina la calle Mariño, detrás de la Guardia Nacional, probablemente por Miguel Delpino. Lo cierto es que están en la playa: las muchachas, Antonia, a la izquierda; Mireya, al centro, y Miriam, mi madre, a la derecha, llevan traje de baño. Delante de ellas, en cuclillas, está también, Jesús Salvador, llamado Chu Lárez, el más adulto de los jóvenes que acompañan al Mestro. Detrás de Antonia hay un letrero que dice: “URD”, el partido de Jóvito Villalba. Margarita sin política no es Margarita.

Lo que yo sé de Mestro Andrés proviene totalmente de las historias que me contaban mi abuela, Juanita, sus hermanos, sobre todo mi tía Teresa, y mi mamá. Yo nací casi dos años después de su muerte, pero desde antes de dejar la teta, he oído a los que sí lo conocieron hablar de él, y hablar tantas bellezas que en mi imaginación, si no fuera porque existen estas fotos, Andrés Avelino Lárez sería para mí como un santo con la mirada dirigida al cielo y las manos juntas, en actitud constante de oración, suplicando siempre por el bienestar de todos.




Testimonios de otras personas también he escuchado. Cuando Elizabeth, la Pelona, se casó y fue a Margarita con su esposo, una noche me llevaron a pescar en La Galera con un pescador que habían conocido el día anterior. Cuando este hombre supo que Elizabeth tenía familia en Juan Griego, comenzó a hacerle preguntas, y apenas ella dijo que era nieta de Andrés Avelino Lárez, él exclamó: “¡Ah, Maestro Andrés! Mi papá trabajaba con él haciendo peñeros”. Por ese detalle supimos que sí lo había conocido, porque el Mestro era carpintero de ribera, oficio que han heredado Salvador y Simón, hijos de su hija más joven, mi tía Luisa.

Si quisiera contar aquí la mitad de las historias que recuerdo haber oído en mi infancia, me pasaría un año sentado en esta silla. Quizá sentado en una silla encontraría al Mestro el último muchacho que se casó en 1966 y que, de camino a la iglesia, tenía pasar, como su padre y su abuelo, por la ceremonia previa de que él le hiciera el nudo de la corbata, porque nadie más sabía hacerlo en las cercanías (quizá Cruz Bonive, que era sastre, pero no era cuestión de molestar a aquel señor).

Quién sabe si aquel muchacho y su padre y su abuelo serían capaces de leer el periódico, pero el Mestro esperaba cada año el Domingo de Ramos para abrir su Biblia en la primera página del Génesis y pasar toda la Semana Santa leyendo y cerrar el libro el Domingo de Resurrección al terminar la última página del Apocalipsis. Más joven, recordaban mi abuela y sus hermanas, habría sentado a los niños frente a él por lo menos el Jueves Santo para leerles, y a veces recitarles, los episodios en que Jesús es apresado, torturado, juzgado, condenado a muerte y finalmente ejecutado. De niño yo, esta imagen del abuelo de mi madre leyéndoles el Evangelio a sus nietos le ponía al bisabuelo un aura de sabiduría más bien franciscana, de la cual me cuesta aún desprenderlo. Y mil veces he comprobado que primos míos de más y de menos edad que yo han recibido esa misma influencia, tienen la misma imagen de él, como si hubiéramos visto la misma película narrada por diez voces gemelas.




Y no faltan escenas graciosas en esa película. De repente comienza un segmento en que unos niños sin zapatos y sin camisa en el patio de una casa muy pobre forman un alboroto indescifrable para una abuela. Ella les ruega que tengan más orden, que no hagan tanto ruido, pero los niños no se percatan de su pedido. Y de repente, derrotada ya por la juventud de la algazara, se levanta de su silla gritándoles: “¡Ustedes se están bañando en agua rosada! ¡Esperen que llegue Andrés!”. ¡La de veces que mi mamá nos lanzó esta filípica a mis hermanos y a mí!

Esa misma mujer, pero en edad ya avanzada, se aferra más tarde a la compañía del marido que Dios le otorgó en santas nupcias y lo acompaña ahora en cada paso que él da dentro y fuera de la casa. Y se hace seguir por él si ella tiene que salir (a menos que pretenda ir furtivamente a la cocina a robarse el papelón del café). Una mujer joven, hija de algún vecino amigo de toda la vida en Juan Griego, bromea con ella acerca del atractivo que aún conserva el admirado anciano. Le dice con música de mar en los labios: “Ay, Chica, cuando te mueras, déjame a este viejito bello, que yo te lo cuido”. Y Chica salta sin demora y responde: “No, mija querida, cuando yo me muera me lo voy a llevar”.

Y cuando Chica entrega sus cuentas, el 5 de septiembre de 1966, el Mestro, que tiene más edad que ella, cae en una tristeza densa e irremediable. Sus hijas, rezando por el descanso de la madre, observan cómo el padre camina con lentitud a lo largo de la casa, como dormido por dentro, como náufrago de que no encuentra su isla. En la madrugada del tercer día, Teresa y Juanita lo oyen rezar a solas en su habitación, pero interrumpe la oración para decir como con angustia y entre murmullos: “Déjame, Chica, no me jales. Descansa en paz, mujer, déjame, suéltame. Déjame, Chica”. Habrá insistido tanta la esposa, lo habrá extrañado tanto, tanto lo habrá llorado en su camino, que ocho días después que ella, muere él.

Si es cierto que la verdadera muerte sobreviene cuando ya nadie se acuerda de nosotros, a este silencioso maestro de carpinteros le quedan varias décadas por sobrevivir. Sé con certeza que mis nietos tendrán noticias de él, y no es solamente porque su sangre y su nombre ahora respiran el aire de otros mares, sino porque su memoria sigue encendida y no todo viento que sople apagará su llama.


jueves, 5 de noviembre de 2020

Miriam

 




Miriam Esther LÁREZ

Caracas, 5 nov. 1945

Hija mayor de Juana Evangelista LÁREZ MORENO (1921-2008)



Miriam, mi madre, en esta foto está cumpliendo 50 años, y hoy aún la oigo diciendo que era una cantidad enorme de años. Sin embargo, cómo se le nota que está joven y sana, sonriente y rodeada de la gente que más la quiere. Hoy, que cumple 75, habrá otra foto, en la que faltaremos varios, pero, gracias a Dios, habrá otros que no habían nacido hace 25 años.

Lo más difícil que he hecho este año es ponerme a escribir esta columna porque sé que, en estas circunstancias, las palabras no suelen atrapar todo lo que uno siente.

Aunque parezca extraño, Miriam Lárez nació en Caracas. No me imagino que hacía mi abuela en Caracas en esos días (y nunca se me ocurrió preguntarle), pero se sabe que 18 días antes había habido un golpe de Estado, y en esos casos, para esperar que las cosas se calmen, es mejor quedarse casa (tampoco conviene mucho cruzar el mar con la barriga llena de gente). El golpe, además, estaba encabezado por Rómulo Betancourt, que no era cualquier golpista, ¡era Rómulo Betancourt!

Hubo, por cierto, una campaña electoral en que los adecos se promocionaban en televisión por medio de una margariteña que decía: "Del lado del corazón donde tengo a mis hijos, ahí tengo a Acción Democrática". Cuando yo estudiaba en Caracas, llamaba a mi mamá casi todos los días y en una de esas llamadas, al final de la conversación, al despedirse de mí, para decirme lo mucho que me quería, ella me recitó emocionada: "Del lado del corazón donde tengo a Acción Democrática, ahí tengo a mis hijos".

Todos sabemos que de joven Miriam Lárez hablaba fuerte, que en momentos de disgusto, su voz era como un trueno, pero que un instante después del estruendo, se podía desgranar en una lluvia de llanto. Pura fachada: por fuera, muy recia y muy firme, y por dentro, blandita como una fruta madura.

Miriam Esther, sin embargo, ha tenido que llorar mucho y en serio. El 1° de marzo de 1974, fue lanzada a un horroroso mar de dolor, cuando murió mi hermana Elizabeth acabando de cumplir dos años. En aquellos días, recuerdo yo, no hablaba sino que lloraba, no respiraba sino que lloraba, no vivía sino que lloraba. Muchos días, muchos días. Una mañana yo me desperté antes que ella, y minutos después supe que ella había despertado porque comenzó a llorar y a llorar, y toda la mañana estuvo llorando. Pero después de vientos y huracanes, llegó a la orilla. Fue valiente.

Y el 25 de diciembre del 2007, perdió otro hijo. Golpe duro como una montaña que le cayera a uno encima una mañana, nada más despertar... avalancha fortísima como un río crecido que se lleva todos los árboles, todas las piedras, todos los puentes. Augusto, el padre de Margareth, tuvo el fraterno deseo de ahorrarle dolor a mi mamá y le propuso que se quedara en casa, que no fuera al entierro, y ella le respondió, ya en el jardín de la casa: "No, Augusto González, yo acompaño a mi hijo hasta lo último". Qué fuerte es mi mamá.

A Miriam de vez en cuando la saludan personas que ella no reconoce o no recuerda. No es mala memoria, sino que cuando se ha sido maestra de preescolar durante 34 años, es poco probable que recuerde los rostros de mil doscientos niños, pero además, estos niños crecen y traen a sus hijos a la misma escuela en que ellos estudiaron. Puede ser que ella no los reconozca a todos, pero ellos todos, niños y padres (¡y abuelos!) la recuerdan y la saludan y la abrazan, como si fuera parte de sus familias.

Hace un tiempo conté en otro blog que un vez una de mis alumnas me preguntó: "¿Cuál es el idioma más bonito del mundo". En los libros con que yo estudié no dice esa respuesta, pero yo pensé en mi mamá, y le respondí a esta niña: "La lengua más bonita del mundo es la lengua en que nos canta nuestra madre mientras nos amamanta". Y dije al final que mi idioma se llama Miriam.

Mi mamá es también mi único partido y mi única heroína. Y tengo su voz y su mirada y su rostro dibujados en los dos lados del corazón.