Pensó que el hombre sería un misionero que hacía una colecta, pero éste le preguntó:
—¿Usted es Isaac Asimov?
Hacía muchos años que le sorprendía esta pregunta porque su foto aparecía en algún periódico cada dos días y cinco séptimos. Le respondió:
—Sí, lo soy. Mire, no me lo va a creer, pero hace un mes que no salgo de casa, así que no tengo sencillo. Si vuel...
—No quiero dinero —lo interrumpió el monje.
Entonces Asimov pensó en el pesar que lo acorralaba desde hacía varios días, de modo que, mirando la herida del visitante, preguntó lentamente, como saboreando cada sílaba:
—¿Vino a anunciarme la muerte?
El monje lo miró como quien se compadece de alguien que ya no tiene salida, pero respondió negativamente con un movimiento de cabeza.
—Usted, como todos, morirá cuando Dios lo disponga...
—¿Quiere decir que Dios existe?
—Usted conoce la respuesta tanto como yo.
—Hasta este instante he tenido la certeza de que no existía.
Echando un vistazo al interior de la casa, el monje le argumentó:
—¿Y con esa idea escribió tantos libros sobre Dios?
—¡No, no, no...! —comenzó a responder Asimov, sonriendo y mirando un segundo el estante que estaba al fondo de la sala—. Mis libros no tratan de...
Y se interrumpió, llevándose dos dedos de la mano derecha a los labios, al darse cuenta de que el hombre no estaba pensado en las novelas de ciencia-ficción.
—Claro que sí, hablo también de los libros de ciencia-ficción —comentó el desconocido.
—¿Quién es usted? —preguntó Asimov, sin percatarse de que el otro le había leído el pensamiento; sin embargo, cayó finalmente en cuenta de que, excepto por la pregunta sobre su nombre, no habían hablado de ninguna información concreta.
—Yo también me llamo Isaac.
El escritor se apresuró a extenderle la mano cortésmente y cuando el otro le correspondió, se dio cuenta de que le faltaban dos dedos en la mano derecha.
Repentinamente, como si en su mente se abriera una compuerta, que lo estudiado durante años y años empujara con empeño desde adentro, Asimov conjeturó:
—¿Isaac Jogues?
—El mismo.
—Esa herida en la frente es la que le hicieron los iroqueses, ¿no es cierto?
—La misma.
—Luego, sí me queda poco tiempo.
—No tengo la potestad de anticipar a nadie la fecha de su muerte. Pero puedo decirle, por mi experiencia, que no hay razón para temerle tanto a la muerte.
—La muerte no exis... —intentó decir, comprendiendo que, repentinamente, aquella frase se había vuelto una gota desabrida en medio del mar de la existencia.
Como urgido por la mirada plácida de Jogues, lo miró como quien mira a un conocido de otra época a quien apenas recuerda pero que alguna vez estuvo a punto de convertirse en amigo.
—Y... ¿en qué le puedo servir? —dijo entonces, reprochándose no haber tenido la cortesía de preguntarlo al principio.
—Vine únicamente a decirle que las historias que usted ha escrito... son verdad.
Un niño pasó en ese momento por la calle manejando una bicicleta, cuya campana hizo sonar mientras le echaba una rápida mirada al monje. Jogues movió la cabeza un poco hacia la izquierda como reconociendo una llamada. En ese breve instante, Asimov observó la cicatriz que rodeaba su cuello. Y le preguntó:
—¿La verdad? ¿Qué es la verdad?
—Muy bien —respondió el santo—. Constato que usted ha comprendido todo muy bien.
Y se fue.