Teresa de Jesús LÁREZ MORENO
(Juan Griego, 16 oct. 1929 / Cabimas, 25 abr. 2019)
Novena hija de Andrés Avelino LÁREZ (1886-1966)
y Francisca Josefa MORENO (1891-1966)
¿Ustedes están viendo esta muchacha?, ¿verdad que no parece mi tía Teresa? Si no fuera porque ella misma me la mostró y me contó la historia inmediata de ese momento, habría pensado que era una modelo famosa de vacaciones en Margarita. “Aquí tengo 20”, me dijo. “Me la tomó Miguelito, de sorpresa, yo venía caminando por la acera y cuando lo vi que apareció con la cámara, me volteé, pero él corrió más rápido y me tomó esa foto, y todo eso lo hacía para que me casara con él”.
Veinte años. O sea, ya había pasado la fecha de hoy en el año 1949, porque hoy sería su cumpleaños (y el de su madre también). Si no fuera porque, dos años después que ella, nació Luisa Magdalena, mi tía Teresa habría sido la hija más joven de Andrés y Francisca, pero sí fue la más longeva; vivió incluso más que ellos: 32.698 vueltas de la tierra alrededor del sol.
Mi tía Teresa nos trataba con tanto cariño a mis hermanos y a mí cuando éramos pequeños que yo quería que viviera en mi casa, y ese día llegó cuando ya era muy mayor. Cuando yo estaba en sexto grado, me encantaba que llegara el sábado porque sabía que mi abuela me iba a enviar a su casa a llevarle carne, frutas, verduras, etc. que mi tía le pedía comprar cerca de mi casa. Y yo me sentaba en la mesa de su comedor y conversaba con ella y la oía cantar y le preguntaba mil cosas y le ayudaba a sacarles las semillas a los tomates y a pelar las lechosas y a abrir las cortinas de las ventanas de la sala y a veces a barrer el patio. Pero lo mejor era escucharla cantar. Luego yo le contaba a mi abuela que mi tía cantaba bonito y ella me decía: “Es que Teresa iba a ser artista. De muchacha era bella, y se peinaba y se maquillaba y siempre cantaba. Ella quería ser artista... pero se casó”.
Qué calor hacía en la sala de aquella casa, que aún lleva su nombre. Y qué olor tan misterioso el que me llamaba desde la biblioteca. Y qué suave la voz con que mi tía lo acariciaba a uno cuando le hablaba. También le hablaba así a Pinky, el perro de Miguel Rafael, con quien compartía una especie de lengua de ellos dos solos.
¡Miguel Rafael! ¿Qué milagro de Dios hizo que mi tía Teresa soportara la noche de aquel 13 de marzo en que murió Miguel, su hijo mayor, que nació también el 16 de octubre, 22 años más tarde. Creo que fui el último en llegar a su casa después de la noticia y la encontré sentada, casi acostada, en la sala, de espaldas a la cocina, con la mano derecha en la sien, como dormida. Ni una sola palabra me salía de la garganta. Solamente me paré a su lado, porque no sabía cómo hacer nada más. Ella sintió mi presencia, levantó la vista y me tendió la mano. Lloró ella y, al verla llorar, lloré yo con su mano en la mía.
Algunos sábados, contando historias de sus padres y los refranes que usaban, me preguntaba si tal o cual palabra estaría en el diccionario, y yo corría a buscarlo y le leía todas las palabras curiosas que ella me dictaba y después disfrutaba su sorpresa al descubrir que su madre era tan sabia que sus palabras estaban en el diccionario. ¡Si hubiera visto la sorpresa mía cuando, años más tarde, encontré todas aquellas palabras en Don Quijote!
Se pasó el tiempo y yo, torpe, tonto y testarudo, no fui nunca a verla en Cabimas, ni le llevé a Ana María para que la conociera, como le llevé a Abigaíl una tare a Laguna Honda. Y cuando murió, ni siquiera estaba yo en Venezuela. Pero todos los días la extraño y, como si fuera en el diccionario, busco en mi memoria el calor de su voz y el sonido de sus palabras, sus palabras, sus palabras...