viernes, 29 de septiembre de 2017

Miguel

Edgardo Malaver






         Una noche en que no podía dormir a causa de una endemoniada discusión con doña Catalina, Cervantes se asomó a la ventana sur de su habitación deseando que el aire limpio del campo de Esquivias le tranquilizara la sangre, que después de varias horas sentía encolerizada aún en las venas. Aunque no era luna llena y estaban a mitad de la primavera, observó que una luz inusualmente clara cubría las siembras y que los ruidos de la noche se habían opacado, que el cielo no había oscurecido al final de la tarde.
         Entre una fanega y otra, a lo lejos, se acercaban dos cabalgaduras seguidas por una carreta grande y harto adornada que, sin embargo, no exhibía ningún rastro de la cruz. Tampoco traía trazas de ser de moros ni gitanos. Cervantes temió que fueran maleantes o bárbaros mal disfrazados de alguna farándula circense y salió de la habitación para ir a la sala principal. Abriendo la ventana que daba al solar de la calle, adivinó unos pasos que se le acercaba por detrás, pero se determinó a ignorarlos pensando que eran los de su mujer. Abierta la ventana, pudo ver con más claridad los rostros de los dos hombres que guiaban la caravana, ambos ataviados con unas sayas muy coloridas y divididas sobre el pecho, pero que les cubrían ambas piernas a los costados de los caballos. Tenían unos ojos tan pequeños que parecían traerlos cerrados, y sus bigotes y barbicies eran tan ralos, que Cervantes no creía haber visto seres semejantes.
         Un minuto más tarde, creyó recordar un grupo que había visto en Italia tiempo antes, que llevaba vestiduras similares. Él era tan joven, que tuvo que preguntar si aquellos seres provenían de otro lugar de Italia, si venían de allende la mar o aun si, como se daban el aire, eran hombres. Un oficial de mayor rango junto a él bromeó en castellano diciendo que habría que enviar a alguien al Purgatorio a traer de vuelta a Marco Polo para que sirviera de intérprete. Como todos se persignaron a la mención del santo nombre, los visitantes unánimemente hicieron una reverencia.
         Fue entonces que Cervantes entendió de dónde debían provenir y se quedó con la idea de que, luego, podían ser humanos. Ninguno de los soldados supo si los extranjeros habían reconocido el nombre del antiguo explorador, del Purgarorio o de los dos; lo que quedaba claro era que hablaban castellano.
         —Son chinos —dijo Cervantes cuando, detrás de él, la doncella de doña Catalina preguntó si aquellos seres eran hombres o bestias.
         —¡¿De la China?! —preguntó como asustada la muchacha.
         —Claro, niña, sólo siendo de la China serían chinos.
         —¡Ave, María Purísima, refugio de los desamparados! —exclamó persignándose mientras corría hacia la recámara de su ama.
         Cervantes entonces levantó la tranca de la puerta principal de la casa. Aunque desde la ventana parecía faltarles aún algún trecho para llegar, abierta la puerta, los hombres ya se habían apeado de los caballos y lo esperaban en actitud respetuosa para saludarlo con una reverencia perfectamente sincronizada.
         —Nos disculpamos por venir a alterar la paz de vuestro hogar, honorable señor —dijo el de ellos que debía ser el jefe, con un acento que no impedía comprender ninguna de sus palabras.
         —¿Puedo ayudaros en algo? —preguntó Cervantes.
         —Venimos de parte del emperador de la China.
         Cervantes pensó que estaba soñando.
         —¿De qué puede servir a tan encumbrado monarca este humilde soldado?
         Los dos hombres se miraron.
         —Teníamos sabido que vuestra merced era poeta.
         —Aunque lo tengo en menos que el título de hombre de armas, sí, también soy poeta.
         —¿Os apellidáis Cervantes?
         —El mismo que viste y calza.
         —A oídos de nuestro emperador ha llegado la noticia de que vuestra eminencia habéis publicado la historia del afamado y nunca bien ponderado hidalgo don Quijote de la Mancha, el caballero de la triste figura.
         Cervantes arrugó el entrecejo, pero guardó silencio.
         —Ambiciona el emperador nuestro señor que vos le enviéis un ejemplar de la historia del hidalgo. Además de eso, desea nuestro amo y señor fundar en la capital del imperio un colegio donde se enseñe la lengua castellana y ha determinado en su indetenible voluntad que el libro que lean los infantes en la susodicha escuela sea la historia verdadera del caballero don Quijote que vos habéis escrito.
         No sabiendo qué responder, Cervantes simuló que entendía bien y que le interesaba mucho lo que le narraban los visitantes.
         —¿Y en qué puedo yo servir al señor vuestro rey? —repitió dando un paso al frente.
         —Desea su Majestad que vuestra merced acepte ser el rector de tal colegio, que nada le daría tanto placer a su magnánimo corazón.
         Cervantes se acarició la barba y lentamente se volteó para dirigir la mirada a la ventana de la habitación alta donde acaso dormía ya doña Catalina.
         Volvió a mirar a los hombres y preguntó:       
         —¿Sabéis vosotros, estimables amigos, si el señor emperador de la China ha enviado para mí alguna ayuda de costa?
         Otra vez los extranjeros se miraron, cruzaron un par de frases en su lengua nativa y el de mayor rango le respondió a Cervantes:
         —¿Os referís a costas de vuestro viaje a la China?
         —Hombre, claro, a las costas, al salario, a lo que he de ganar, dinero.
         Los dos bajaron la mirada. Dijeron ambos que no.
         Cervantes entonces miró la noche de la Mancha rendida a su alrededor, penetrada por la luz de la luna; miró la casa de los Salazar, la casa más grande en que él hubiera vivido; miró la ventana de doña Catalina, donde brillaba ahora la vela de la lámpara; miró el portón de los caballos, que daba al patio inmenso, al fondo del cual estaba el extenso corral de gallinas; miró por el otro lado las trinitarias que se desbordaban sobre la pared blanca de los jardines, poblados en ocasiones de rosas perfumadas y de abejas atolondradas; miró la calle que llevaba al centro de Esquivias, a la iglesia, a la plaza mayor; miró las siembras, que ahora serían suyas, y miró la llanura, sintió su calor y su seco perfume; miró el cielo y se miró a sí mismo. Se miró como en un ensueño, parado en medio de una tierra de fantasía, delante de una tentación avasallante que, de cierto, le no le prometía nada.
         Después devolvió la mirada a los hombres que estaban frente a él.
         —Pues, hermanos —les dijo—, os digo con dolor de mi pecho que debéis volver a vuestra China, porque yo no estoy con salud suficiente para ponerme en tan largo viaje. Y, sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros.
         Los chinos hicieron otra reverencia a Cervantes y éste, como reviviendo aquella escena de Italia, se persignó. Ellos caminaron en silencio hasta sus caballos, montaron y se fueron.

         Él, mientras tanto, se vio al frente de su casa en mitad de la noche cerrada, solitario junto a las trinitarias adormecidas, con la sensación irreprimible de haber estado hablando solo.

jueves, 1 de junio de 2017

Los números ordinales de la república

 Edgardo Malaver




A la incontable multitud de estudiantes que, demasiado jóvenes aún,
han muerto en las calles de Venezuela en los últimos 60 días

         Milagros Socorro publicó la semana pasada un artículo en la revista Clímax en que afirma con verdad: “Está claro que el lenguaje es una conducta”. Ciertamente, así como uno comunica, expresa, dice algo al hacer las cosas, también está uno haciendo algo al decir cualquier palabra que diga. El artículo de Socorro trata del atrevimiento del gobernador Henrique Capriles contra el presidente de la República. El acto de habla de Capriles, el de insultar, equivalió —y no sólo en la visión de la autora— a lanzar una piedra a la frente del gobierno en medio de las cotidianas y enormemente desproporcionadas agresiones de los cuerpos de seguridad del Estado contra los manifestantes en la calles de Venezuela durante todo el mes de abril y el mayo que ya va a terminar. Lanzando gases, chorros de agua, metras, puños, culatazos y balas, el gobierno informa al pueblo que no tiene derecho a exigir derechos —ni aun a la vida— y, lanzando una palabra, la oposición intenta descargarse de la rabia, la tristeza y el dolor de la muerte. De lejos quizá no, pero en el asfalto o junto a la tumba de un hijo, ese desbalance —el político y el lingüístico— es una daga punzante.
         En medio de este reguero de sangre, el presidente ha convocado a una asamblea constituyente, con lo cual retrocedemos, cuando menos, a 1999. Ese año comenzó a construirse, más discursiva que jurídicamente, una “noción” que se ha llamado “quinta república”. El recién contratado presidente de aquel momento argumentó que como se iba a redactar una nueva constitución, nacía una nueva república en la que pretendía erradicar los vicios de la anterior. Lo había anunciado en la campaña electoral, de modo que no le fue difícil implantar la idea en las encandiladas mentes de las mayorías. Lo apoyaba la mayoría, también cegada por el relámpago de la novedad, que tenía el exsoldado —¡ja!— en su Asamblea Constituyente. (Lo que es más, dijo que el país iba a llamarse “República Bolivariana de Venezuela” y al principio la Constituyente lo discutió y no lo aprobó, pero él refunfuñó y al día siguiente lo complacieron.) Pura creación de la lengua: toda una situación concreta, que modificaba radicalmente la vida de millones y millones de personas, salida de un par de palabras de un solo hombre.
         Cada vez que en los últimos 20 años he oído decir algo como “Esto no era así en la cuarta”, he intentado introducir la idea, casi nunca escuchada, de que aún estamos en la cuarta república, la que nació al disolverse la Gran Colombia en 1830. Los poquísimos que me han escuchado me han respondido: “Pero hay una nueva constitución”. De ser así, la actual sería en realidad la vigésima sexta república. ¿Dónde está la falacia? ¿Qué marca el fin de una república y el comienzo de otra?
         La Primera República, fundada con la adopción de la Constitución Federal de 1811, se extinguió el 25 de julio de 1812, con la Capitulación de San Mateo ante el general español Domingo Monteverde. (Esto significa que murió la república, el intento de echar adelante una nación nueva, ya no existía más.) La Segunda, nacida el 3 de agosto de 1813, cuando Santiago Mariño liberó Cumaná, pereció en la Quinta Batalla de Maturín el 11 de diciembre de 1814. (Otra vez dejó de existir Venezuela como país.) La Tercera se instaló en Angostura el 18 de julio de 1817 y desapareció el 17 de diciembre de 1819, al sumarse, por decisión del Congreso, a la recién fundada República de Colombia. (O sea, por tercera vez, Venezuela retrocede a la condición de provincia de otro Estado, ahora republicano.) Finalmente, el 6 de mayo de 1830, principalmente por influencia de José Antonio Páez, Venezuela reestableció sus instituciones republicanas y amaneció la Cuarta República. Desde entonces, por más laberíntica que haya sido la historia constitucional, no ha habido interrupción en la existencia de la república, ni siquiera de horas. Guerras civiles, vacíos de poder, gobiernos de facto, juntas de gobierno, democracia, alianzas cívico-militares, fraudes electorales, intentos de invasión, crisis económicas, presidencias efímeras y prolongadas, buenas y malas épocas, idas y vueltas, nada ha causado la ruptura ni el cese de la Cuarta República en 187 años.
         Aunque está claro que es un asunto que deben respondernos ante todo los profesionales del estudio científico de la historia y del derecho, parece fácil entender que lo que sucedió en 1999 había sucedido también en 1857, en 1858, en 1864, en 1874, en 1881, en 1891, en 1893, en 1901, en 1904, en 1909, en 1914, en 1922, en 1925, en 1928, en 1931 (estas últimas seis, por cierto, aprobadas para complacer a un solo presidente: Juan Vicente Gómez), en 1936, en 1947, en 1953 y en 1961. Probablemente en algunos casos, o en todos, la necesidad de adoptar una nueva constitución fue disfrazada de urgencia de “abolir los viejos vicios del pasado”, pero nunca se abolió la república jurídicamente ni se creó una nueva. En 1999 tampoco.
         La conclusión es que la “quinta república” existe apenas en el discurso político, adoptado con demasiada facilidad por la mayoría, incorporado activamente a su habitual “conducta”, como dice Socorro, aunque la historiografía aún ponga en duda la existencia de tal período histórico.
         Como ya sabemos, lo que llega al discurso, no se va de la mente de los hablantes y se propaga de generación en generación. Pero el problema no es el discurso, sino la poca reflexión que se hace al respecto. Y ahora que se ha convocado una nueva constituyente, aunque 79,9 por ciento de los venezolanos no la cree necesaria o se opone a ella, hay quienes han comenzado a hablar de la “sexta república”. Más palabras, pero... ¿más conciencia? Más lenguaje para crear más conductas. El peligro ahora, incalculable por incierto y por inmenso, es que esta vez, si termina realizándose, lo que puede llegar a convertirse en puro y simple discurso, vacío de significado y sin representación concreta en la realidad, es la república misma, sin números ordinales.

emalaver@gmail.com