Edgardo Malaver
A la memoria de mi hermano
Leopoldo
Cuando aún
cabíamos los dos en uno solo de aquellos sillones angulosos que había hecho
Augusto, el padre de Margaret, un día de junio, en la sala de la casa de mi
abuela, jugando entre nos, como casi siempre, descubrimos el Mundial.
Seguramente
no hubo que hacer nada para descubrirlo: la televisión era tan escasa, que
veíamos lo que nos pusieran en la pantalla, sobre todo yo, a quien desde
aquella época me ha gustado más estar en casa que en la calle. No logro tampoco
recordar —pero ya he abandonado toda búsqueda dentro de mí— en qué momento nos
atrapó, en qué minuto nos acolegamos para sentarnos frente al televisor cada
tarde expresamente para ver el fútbol; no Los
Picapiedras, ni El Zorro ni Sopotocientos. Sé que en ese mes de 1978
nos sentábamos ahí con el propósito único y preciso de ver el Mundial, no otra
cosa. Y casi no recuerdo nada más, a no ser la sensación, atesorada en mi
memoria emocional, de estar ahí, en la sala de mi abuela, sintiendo la brisa
relativamente fría de la lluvia de junio entrar por la ventana, alguna vez
acobijados con alguna sábana vieja, sonrientes, emocionados con la esperanza de
ver, si aparecía, a Pelé —que ya no jugaba en esa época—, simplemente felices
de estar juntos, de ser hermanos.
Después
del Mundial de Argentina, cada vez que comienza junio algo hay en el aire, en
la temperatura, en la luz del sol, que me hace detenerme en algún momento a
decir: “Huele como a Mundial”, y aparece en mi mente aquella escena en que mi
hermano y yo, hombro a hombro, en aquel sillón de mi abuela, miramos un partido
de fútbol a blanco y negro, sin entender casi nada. Me sucede cada año, pero en
los años en que hay Mundial de Fútbol... bueno, antes, sonreía.
Hoy, en
este mismísimo instante, son las 3:40 de la tarde del 12 de junio del 2014, y
ha comenzado ante mí el primer partido del vigésimo Mundial de la historia. El
anfitrión, Brasil, que mi hermano tanto aupaba, se enfrenta a Croacia; el árbitro
es japonés; no ha pasado nada destacado. Y yo no puedo hacer nada que no sea
mirar la pantalla y darme cuenta de que ni el olor de la lluvia de junio me
resucita la sonrisa; la luz del sol colada por entre las nubes grises sólo se
derrama en mis ojos.
(Ahora, a
las 3:42, un jugador brasileño de cabellos desesperados acaba de hacer un
autogol. Los comentaristas de Meridiano TV comentan el hecho histórico de que
una competencia de este calibre comience de semejante manera.)
Y yo,
frente al televisor, sentado sin cobija en esta silla en que sólo quepo yo, no
puedo más que recordar a mi hermano, lo único que me falta, mas lo único
verdaderamente importante, para que este Mundial de Brasil sea, también, como habían
sido todos desde 1978, una fiesta.