Escribí
este texto en el año 2003, apenas comenzaba. Lo envié a Tal Cual, donde ya habían aparecido artículos míos, pero este no se
publicó. El Nacional tampoco lo
publicó. Lo escribí porque me tenía harto la odiosa manía del gobierno de
Chávez de atacar a los periodistas, de culparlos por todo, de actuar como si creyera
que un presidente es un rey medieval y eso le diera derecho a acabar con la reputación
de todo el mundo, sin responder ante nadie. Parecía en aquel momento —aún lo
parece, muchísimo más ahora que entonces— que no debían existir periodistas que
dijeran una sílaba que no fuera aprobada por él.
Casi todos
mis amigos me han oído alguna vez criticar a los periodistas. Eso era ya así
cuando escribí este artículo. Ellos, incluyendo algunos que son periodistas,
saben que mis críticas se restringen siempre a su uso de la lengua. También me
da un gusto inmenso darme cuenta de que, pasados diez años, no siento el deseo
de modificar este artículo en ninguna de sus partes, a pesar de que mis
observaciones meramente lingüísticas tampoco ha variado y a pesar, también, de
que, gracias al cielo, abundan los periodistas que hablan y escriben mejor que quienes
los critican.
Como “fabricantes
profesionales de preguntas”, por otro lado, el trabajo que hacen en Venezuela desde
que llegó este siglo, ha sido descomunalmente más heroico de lo mucho que ya era
en el siglo XX. Por nada del mundo pensaría yo, ni por un instante, en
imitarlos, en envidiar su suerte, en tener que hacer, ni por necesidad, su dificilísimo
y arriesgadísimo trabajo. En ese punto, me quito el sombrero y hago reverencia.
Y me atrevo
a exponer, otra vez, este artículo a los ojos de los demás.
¿A usted le incomodan los periodistas?
Edgardo Malaver Lárez
Cuando aún era demasiado joven como para entenderlo con toda claridad,
alguna vez oí a José Vicente Rangel decir que siempre había sentido recelo por
el hombre con poder, porque éste siempre iba a estar expuesto a la tentación de
abusar de ese poder. Ante esa tentación, agregaba, la obligación del
periodista, del verdadero periodista, era permanecer alerta a toda costa.
Rangel pertenecía entonces a un partido cuyos símbolos eran demasiado colorados
como para que los adultos de mi familia no los relacionaran con el comunismo,
la Cuba de Castro, la Unión Soviética y, por ende, con la limitación de
alimentos, la persecución de los cristianos y, lo más grave, la ausencia de
libertad. Esta manifiesta aversión, causada sin duda por la violencia
guerrillera de los años 60, y el desagrado que siempre me causó la ronca voz de
Rangel no me dejaban captar la sabiduría de aquella afirmación.
Necesité ver, años más tarde, una entrevista que le hizo Orlando
Urdaneta, aún sin canas, a Rafael Poleo para reedificar mi visión del asunto. Bueno,
Rafael, dijo aproximadamente Urdaneta, ¿por qué tú siempre terminas
peleándote con los presidentes a los que antes has apoyado? Y Poleo
respondió algo como esto: Por una razón muy natural: yo no puedo apoyar las
sinvergüenzuras en las que puede llegar a incurrir el hombre más honesto del
mundo cuando accede al poder. Y todo periodista gobiernero es sospechoso.
Fue después de estos dos episodios cuando conocí, con la película Todos
los hombres del presidente, la historia del Watergate, que le ponía tintes
heroicos al oficio de estos incansables fabricantes de preguntas. Ninguna
historia, me imagino yo, debe poblar de tanta fascinación el territorio de los
sueños de un periodista como la de aquel par de muchachos que con sus sencillas
máquinas de escribir provocan la caída en desgracia del hombre más poderoso del
mundo en 1974: Richard Nixon.
Existen hoy en Venezuela quienes afirman que los medios de comunicación
no hacen su trabajo con imparcialidad, equilibrio y objetividad, e incluso les
lanzan golpes por eso. ¿Habremos estado alguna vez de acuerdo en cuanto a lo
que significan estas tres palabras o ellas habrán cambiado de significado sin
que nos diéramos cuenta?
Si el hombre con poder dice, por ejemplo: “Los medios son basura”,
y los periodistas, cumpliendo su deber de repetir para el público, reportan: “El
hombre con poder dijo que nosotros somos basura”, ¿puede decirse que no
son equilibrados? Es más bien todo lo contrario, porque sería mucho más
sencillo esconder una noticia que, visiblemente, obra en su contra. Y si luego
son tratados como basura, ¿se debe esto a que los periodistas lo hayan
repetido? ¿Lo habrían repetido los periodistas si esto nunca se hubiera dicho?
Y si, al ser atacados a causa de un mensaje tan desquiciado,
inconcebible en un país democrático, los medios se defienden en lugar de
dejarse destruir, ¿puede interpretarse que están siendo injustificadamente imparciales?
¿Acaso está uno en la obligación de ser imparcial cuando su propia existencia
está en peligro?
Si un ministro se mete 100 bolívares de la nación en el bolsillo y un
periodista se entera y lo dice, ¿se le puede acusar de faltar a la objetividad?
¿Se supone que, objetivamente, los ministros deban meterse apenas un solo
bolívar de la nación en el bolsillo?
No es difícil identificar la razón por la cual los periodistas le son
tan incómodos al hombre que atesora poder. Sólo recuerde usted lo que sintió en
el momento en que, el 11 de abril, de repente, cuando ya era inminente la
llegada de aquella copiosa catarata de gente a Miraflores, apareció en todas
las pantallas de Venezuela la impertinente musiquita del Ministerio de la
Secretaría, y minutos más tarde los canales privados salieron del aire. Yo, que
acababa de llegar de aquella marcha, sentí un latigazo en el pecho que me
gritaba que nunca más sabríamos la verdad de nada. Me dije: Se acabó, ya no
tenemos libertad. Lo único que se paraba entre las atrocidades del poder y
nosotros acababa de caer al suelo, el único escudo que nos protegía de la
ignorancia había sido perforado, las únicas manos que nos defendían de la
sinrazón acababan de ser esposadas.
Cuando un solo hombre tiene todo el poder, a los demás no les queda más
que el miedo, y cuando uno tiene miedo es menos libre y, ergo, menos hombre.
Por eso, los venezolanos deberíamos sentirnos bienaventurados por estos
medios de comunicación que Dios nos ha dado. Tendríamos que felicitarnos entre nosotros
por los periodistas, editores y fotógrafos que han parido nuestras madres,
porque sin sus ojos, todos seríamos ciegos; sin sus palabras, todos seríamos
sordos; sin su refractaria resistencia a las piedras y las bombas, al miedo y a
los insultos, ya casi no podríamos distinguir entre la verdad y el error.
Sin embargo, es cierto: como dijo Roberto Giusti hace unos días en
televisión, los periodistas venezolanos sí están inclinados unánimemente hacia
un solo lado en este innominable momento de la historia. “Los periodistas
venezolanos”, dijo Giusti, “estamos parcializados a favor de la democracia y en
contra de la dictadura”. ¿Será eso lo que molesta a los periodistas, los
verdaderos periodistas, que ahora están en el gobierno?
Equis
Ye Zeta 21, 6 de enero del 2003, pág. M